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En los 70 y 80 hubo un cambio sustancial en los filmes de acción: se volvieron más físicos. Quiere esto decir que las acciones las interpretaban los actores y sus dobles, esas presencias secundarias cuyo crédito queda en poder de los primeros.
Ese estilo le daba mayor verosimilitud al suspenso. Cada doble arriesgaba mucho para lograrlo. Hoy la tecnología computarizada, que digitalmente plasma al actor haciendo acrobacias, hace cotidiano lo espectacular. También artificial.
Pero la acción física regresa en Atómica (2017), debut en la dirección de David Leitch, experto en escenas de acción y doble él mismo de innumerables cintas (y supuesto codirector de John Wick, otro día para matar [2014, Chad Stahelski]).
Basándose en la novela gráfica The coldest City de Antony Johnston & Sam Hart, el guión de Kurt Johnstad recupera la era cuando los enemigos eran obvios y combatirlos no requería corrección política. Ahí, la “rubia atómica” del título original, la eficaz agente del MI6 Lorraine Broughton (Charlize Theron), asignada al Berlín de 1989, eterna ciudad de espías, investiga, entre otras cosas, cómo evitar que se caliente la guerra fría. Cuenta con ayuda de su colega no tan confiable Percival (James McAvoy); sus labores incluyen cuanto encuentro físico imaginable, lo mismo para evitar su muerte que para mantener cierta intimidad con su contraparte Delphine (Sofía Boutella).
Leitch hace un filme de ritmo trepidante gracias a la tensa edición de Elísabet Ronaldsdóttir; lleno de neón, acero y concreto para la traslúcida foto de Jonathan Sela. Leitch, pues, aprovecha cada elemento formal para magnificar la acción física: el espectacular realismo perdido en estas cintas.
A pesar de su frenético ritmo, peligrosamente bordea la autoparodia. Quien salva a Atómica de esto es su protagonista y su estilo de actuación, casi desdeñoso, lleno de frialdad, que por supuesto hace más enigmático e interesante al personaje. Charlize Theron demuestra que puede reemplazar a Daniel Craig como James Bond o a Tom Cruise en Misión imposible. Sus escenas nada le piden a las de sus colegas masculinos. Notable.
Leitch hace un filme de movimiento casi infinito. Su opuesto es Un viaje por la paz (2016), sexto largometraje para cine de Nick Hamm, con guión de Colin Bateman, que sintetiza una sencilla (y falsa) anécdota: el viaje en auto de dos personajes.
Viaje que hacen los aparentemente irreconciliables enemigos históricos Martin McGuinness (Colm Meaney), el católico líder del Sinn Féin irlandés, y su contraparte Ian Paisley (Timothy Spall, irreconocible), dirigente protestante del Partido Unionista, en la coyuntura de firmar o no la paz durante 2006, cuando Paisley cumplió medio siglo de casado.
Hamm condensa lo histórico en ese viaje en auto cuidado a distancia por el MI5 y el primer ministro Tony Blair (Toby Stephens); imagina con muchas licencias cómo habrían McGuinness y Paisley reconciliado su guerra personal.
Parece un drama para televisión —con locación móvil—, pero su vitalidad no está en la poco creativa dirección sino en sus actores, conocidos más como “de reparto”: Ante la oportunidad de ser protagonistas, lucen buenas tablas escénicas; le dan vida a un episodio clave para Irlanda.
La anécdota del limitado y esquemático guión que apuntaba a simple estampita escolar, un tanto dispareja, se deja ver porque gana una dimensión profundamente humana gracias a su pareja estelar.