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La obra literaria de Stephen King tiene dispareja suerte en su paso al cine. Inspiró alguna que otra obra maestra (Carrie, extraño presentimiento; El resplandor), bastantes churros (empezando por el que King dirigió, 8 días de terror), y suficientes cintas de culto, buenas (La mitad oscura, La zona muerta) y pésimas (Niños diabólicos). Entre sus más de 200 créditos para el medio audiovisual faltaba una de sus joyas novelísticas: La torre oscura (2017), ahora quinto largometraje del danés Nikolaj Arcel (reconocido por su drama de época La reina infiel).
La torre oscura, publicada en 1982, mezcla la novela del oeste al estilo Louis L’Amour, con la novela fantástica a la J. R. R. Tolkien. Debido pues a su híbrido tono posmoderno se antojaba difícil de adaptar. Arcel y sus coguionistas veteranos, Anders Thomas Jensen, Jeff Pinker y Akiva Goldsman nada más la resumieron quitándole sustancia (lo que es una pena para un proyecto que tomó más de 10 años concluir). El resultado en pantalla sólo busca fundar una nueva franquicia (hay siete novelas más). Arcel pretendió hacer un conciso fresco fílmico para lucimiento del fotógrafo danés Rasmus Videbæk, de los escenógrafos Christopher Glass y Oliver Scholl, incluso de la música de Junkie LX. Pero fracasó: si el aspecto visual es deplorable, más lo es el dramático.
Arcel apenas cuenta con limitada coherencia cómo Jake (Tom Taylor) descubre que el universo está en peligro si se pierde el equilibrio con el tiempo/mundo alternativo del pistolero Roland (Idris Elba) en eterna persecución del Hombre de Negro (Matthew McCounaghey), encarnación del apocalipsis.
La parte formal funciona como decorado de un impresionante edificio postexpresionista, pero un edificio de paredes huecas, sin estructura que lo sostenga más allá de esa forzada mitologización de personajes con la consistencia psicológica de un juguete encontrado en una caja de cereal.
El problema sustancial de La torre oscura no es su ineptitud para interpretar la novela, es su anacronismo. Llega 30 años tarde a una cultura cinematográfica posmoderna-neoclásica sobresaturada hasta la náusea de mitos posmodernos-neoclásicos.
Caso similar es Duro de cuidar (2017, título original: El guardaespaldas del asesino), tercer cinta de Patrick Hughes, que apela al viejo estilo de ésas con parejas disparejas, mezcla de comedia y policial, como 48 horas (1982, Walter Hill). Sólo que el resultado está muy próximo a la pavorosa secuela 48 horas, la segunda vuelta (1990, Hill).
Cuenta cómo el eficaz guarura Michael (Ryan Reynolds) debe cuidar a Kincaid (Samuel L. Jackson) para que atestigüe en un juicio político internacional, precisamente en La Haya. Michael actúa contra la voluntad de Kincaid, de su esposa Sonia (Salma Hayek), y de cualquier lógica dramática, buscando la risa fácil, con cínico humor posmoderno anacrónico, como tardío homenaje a Bruce Willis (aludiendo a sus buenos títulos El último boy scout y Duro de matar, aunque acercándose más a los churros Rescate suicida y Dos inútiles en patrulla).
Si industrialmente las películas pueden codificarse igual que un platillo, Duro de cuidar y La torre oscura serían hamburguesas. Con la carne quemada, aderezos acedos (por caducos), sin ensalada pero con papas bañadas en grasa de días (en especial en las actuaciones y en el estilo visual). La de Arcel da la pinta de estar mejor presentada. Ambas son un par de platillos impresentables, indigestos. Qué mala semana de estrenos.