qhacer@eluniversal.com.mx

Desde su segundo largometraje, Kinetta (2005), el guionista y director Yorgos Lanthimos se decanta por retratos de obsesión existencialista intensa. Lo confirman sus posteriores Canino (2009), Alps: los suplantadores (2012) y su primer filme en inglés, La langosta (2015), todos muy atmosféricos, con espacios que revelan un vacío vital.

El mejor director que ha dado Grecia en años recientes, Lanthimos, profundizó en La langosta su inquietante visión distópica. De nuevo en su sexto filme, El sacrificio del ciervo sagrado (2017), deliberadamente desconcierta al presentar un mundo infestado de horror. Nada convencional existe aquí. Ese horror es una amenaza pura, psicológica, emocional.

Lanthimos logra, con su fotógrafo habitual Thimios Bakatakis y la diseñadora de producción Jade Healy, un ámbito asfixiante, extravagante, lleno de elementos sutiles que producen desazón. Se trata de la peculiar historia del doctor Murphy (Colin Farrell), su esposa Anna (Nicole Kidman) y la relación que el primero mantiene con el adolescente Martin (Barry Keoghan). Elementos sencillos, suficientes para crear una pesadilla.

La narrativa de Lathimos se toma su tiempo al crear el ambiente, plantear los personajes, con sorpresas (Alicia Silverstone, como la madre de Martin, actuando contra el encasillamiento de sus últimos papeles); hasta mostrar los entresijos de la inexorable trama sobre el sacrificio de ese ciervo sagrado.

Podría pasar por cinta de horror de los 1970 —o 1980—, una que maestros del género como Cronenberg o De Palma habrían hecho. Incluso, debido a su aterradora propuesta, un director hiperviolento como Romano Scavolini la habría interpretado como sicopatológica, volviéndola una película obvia. Pero Lathimos elige un camino alterno al plantear casi lo mismo, aunque sin ningún atisbo de psicopatía. Lo que la hace más escalofriante. Tragedia, inspirada en Eurípides, sobre la auténtica cara del miedo que hay en la culpa que desencadena una venganza, es una cinta inquietante, espléndidamente realizada.

En la carrera del irregular Michael Radford una temática recurrente es su gusto por personajes que conmueven, como El cartero (1994), o el ladrón de Un plan brillante (2007), o los protagonistas de La ronda de los depravados (1987).

Para su décimo primer filme La música del silencio (2017) presenta un personaje similar en Amos (Toby Sebastian), nacido con glaucoma congénito, quien tras un accidente queda ciego por completo. Amos, después de varias peripecias, busca ser cantante profesional con ayuda del “maestro” (Antonio Banderas, dándole un poco de vitalidad a una historia plana). Amos tiene el detalle de que canta igualito a Andrea Bocelli imitando a Luciano Pavarotti.

Se trata de la autobiografía novelada de, precisamente, Bocelli, hecha como fervorosa estampita para santoral pop. Curiosamente sin apuntes emocionales que rebasen el terrible convencionalismo rutinario con el que Radford quiere conmover, sin éxito, contando la vida de un cantante que triunfa. Renunciando a cualquier habilidad cinematográfica previa, Radford elige un melodramático patetismo. Es la versión decadente, e hipersolemne, de Mi gran oportunidad (2013, David Frankel). Esta cinta está pensada sólo para los admiradores del cantante nacido en la Toscana (bellamente fotografía Stefano Falivene). Radford no supo qué hacer con su temática ni su personaje. Lo confirma el hueco y banal resultado. Un desastre de cinta.

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses