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Entre las pocas cintas recientes con el pálpito de la originalidad se cuenta Un lugar en silencio (2018), tercera del actor-director en sólido ascenso John Krasinski. A medio camino entre el filme de horror y la cinta distópica sobre clanes que sobreviven el apocalipsis, Krasinski logra un intenso medio tono para contar cómo vive la familia que integran la madre embarazada Evelyn (Emily Blunt), el jefe de familia Lee (Krasinski mismo), y sus hijos Marcus (Noah Jupe) y Regan (Millicent Simmonds, notable actriz sorda convertida en el vivo retrato de la fragilidad y el miedo).

Deben sobrevivir sin decir palabra ni hacer ruido. Porque hay monstruos que cazan al percibir sonidos.

Krasinski dirige con ingenio. Su fotógrafa Charlotte Bruus Christensen provee una espléndida atmósfera asfixiante, entre la pintura de paisaje bucólica y el claroscuro aterrador de donde surgen las espantosas creaturas. La sorpresa es que el filme funciona no sólo como de terror psicológico sino como metáfora. Cuando la estridencia contemporánea lleva a la censura sistemática, la persecución por las ideas y el linchamiento tumultuario a manos de redes sociales y su ruido interminable, el silencio cobra un sentido político.

El concepto del silencio es brillante. También la solución formal para ajustados y tensos 90 minutos, donde el “ruido es la más impertinente forma de interrupción. No sólo una interrupción, sino una alteración del pensamiento” (Schopenhauer). Este filme confirma que Krasinski maduró tras sus dos tropiezos previos.

Lo mejor de la Muestra 64. Deslumbrante introspección en lo sentimental, sin exageraciones ni cursilerías, tan sólo intensidad emocional, es Amante por un día (2017), filme 25 del veterano Philippe Garrel, tan fresco como en Marie pour mémoire (1967), su debut a los 19 años. Ahora narra la vida de Jeanne (Esther Garrel, hija del director) que tras una ruptura amorosa busca a su padre Gilles (Éric Caravaca), para descubrir que mantiene una relación sentimental con Ariane (Louise Chevillotte), de su misma edad.

La propuesta, que apunta al melodrama sobre la edad y las relaciones asimétricas, gracias a la habilidad de Garrel, y de su equipo de curtidos guionistas (él mismo, Jean-Claude Carriére, Arlette Langmann & Caroline Deruas-Garrel), se vuelve profundo e introspectivo. Las palabras cobran vida, lo cotidiano es anticonvencional, y los sentimientos, a flor de piel, se manifiestan entre lo onírico y lo poético. En esencia es una disección minuciosa de la intimidad, lo paternal, las relaciones hombre-mujer.

Filmar con película blanco y negro y en 35 milímetros (foto inspirada de Renato Berta), lejos está de ser un nostálgico elemento estético. Es un sabio recurso para acentuar las acciones en los rostros, en las interrelaciones humanas vistas como cuadros vivientes que revelan idéntica gama de sentimientos a esa escala tonal que abarca infinidad de grises.

La sabia inspiración de Garrel construye una trama sin precedente, con patriarca que se mueve entre dos conceptos de amor, el filial y el sensual, renegando de cualquier preconcepción. Es un tipo de cine que ya poco se ve. Dedicado a explorar sentimientos sin artificios dramáticos; jamás en lugares comunes. Sólo la directriz para la felicidad basada en “algo que hacer, alguien a quien amar, algo por lo que tener esperanza” (Kant). Editado por François Gédigier justa, cálida y contundentemente, este filme es magistral.

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