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La esencia de algunas películas es a veces sencilla y no es necesario complicarla. Fue el caso de Una grieta en el tiempo (2003, John Kent Harrison), producción mamut de los Estudios Disney que duraba cuatro horas, con efectos especiales de tercera, acerca de cómo dos hermanos, con ayuda de tres peculiares señoras, buscaban a su padre extraviado en la quinta dimensión. Entretenía y eso bastaba.
La idea de esta cinta inspirada en la popular (en Estados Unidos) novela infantil escrita por Madeleine L’Engle (1918-2007), medio seudo-científica, era representar cuán necesario es comprender el mecanismo del universo de forma sencilla.
La nueva versión, Un viaje en el tiempo (2018), cuarto largometraje de Ava DuVernay, con guión de Jennifer Lee, quien iba a ser originalmente la directora, escrito en colaboración con Jeff Stockwell, cuenta una historia similar, sólo que el personaje central, la melancólica Meg (Storm Reid, una revelación), niña mestiza que busca a su perdido padre (Chris Pine) —con ayuda de su solidario hermano Charles Wallace (Deric McCabe) y de su leal amigo Calvin (Levi Miller)—, se embarca en un viaje fantástico para ¿salvar al universo o a su autoestima?
Es otra producción mamut de Disney —costó más de cien millones de dólares—, que debería ser visualmente impactante y no el desfile de disfraces para fiesta post-punk hipster de primavera. DuVernay sobrecarga de efectos y maquillajes la cinta; hace que las tres señoras-ángeles reciten tiesos parlamentos (con sangronas citas de cuánto personaje se quiera) y que los niños renuncien a actuar como tales. Las virtudes de DuVernay como directora de actores extrañamente no están, para reemplazarlas sobre trabaja el montaje perdiendo en varias ocasiones la lógica narrativa. La cinta es tediosamente artificial y sin emoción, excepto cuando retrata la crisis cotidiana en la que Meg vive. DuVernay complica innecesariamente la sencilla aventura original. Le falta magia a este filme tan supuestamente lleno de ella. Una palabra lo define: mediocre.
No mejor es la solución que aplica Steven Spielberg para su filme número 33, Ready Player One: comienza el juego (2018), con guión de Zak Penn y Ernest Cline basados en la novela homónima de este último, donde en el año 2045, el adolescente Wade (Tye Sheridan), ¡nostálgico de los 1980!, busca ganar la fortuna dejada por Halliday (Mark Rylance) en OASIS, juego virtual que creó; en él esconde las claves para obtenerla.
El tema central es que ese juego es la única salida de una circunstancia post-apocalíptica, con Estados Unidos hundido en pobreza extrema. Y donde la tecnología ya no es una herramienta salvadora sino un vulgar entretenimiento escapista.
La sencilla idea queda reducida a videojuego estilo Donkey Kong, aquí sí literal a diferencia de Tomb Raider: las aventuras de Lara Croft: los personajes van saltando cada nivel hasta encontrar el premio prometido.
Spielberg no abunda en la sencilla idea de la adolescencia que entra en conflicto al carecer de futuro. A diferencia de la ciencia ficción madura que consiguió con maestría en Minority Report: sentencia previa (2002), sus actuales apuntes sociales son artificiales y exagerados, como la nada novedosa realidad virtual que presenta. Los personajes unidimensionales, sin profundidad psicológica (tan huecos como sus avatares), hacen banal e inútilmente compleja la insustancial trama. El filme se descarrila a medio camino. Visualmente es espectacular, pero resulta mediocre.