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El nivel de abstencionismo en las elecciones suele ser alto en todo el mundo. Las razones son distintas. En el caso mexicano se debe al desencanto con la democracia. Se duda de su utilidad.
Hace sólo 15 años las cosas eran diferentes, cuando con euforia el electorado mexicano eligió un cambio de rumbo por primera vez en 70 años. Ahora el desprestigio es de la clase política toda. Haber dinamitado en tan poco tiempo un esfuerzo anhelado durante más de medio siglo habla de la enorme distancia entre el interés público y el de los partidos políticos que dicen representarlo.
Paradógicamente es en el Distrito Federal donde se presentó una de las peores muestras de perversión del sistema político: la batalla campal entre dos grupos, unos interesados en poner propaganda y otros en quitarla, como si de eso dependiera su vida.
Estamos hablando de la misma ciudad donde en 1997 se dio uno de esos pasos históricos de la democracia, cuando fue electo por primera vez en la capital del país un gobernante de un partido de oposición.
La escena sólo puede tener dos explicaciones: o los participantes en la gresca carecen de racionalidad, o lo que reciben a cambio de formar grupos de choque representa su forma de vida. Un saldo de al menos 25 heridos, entre ellos el ex jefe delegacional y candidato a diputado por el PRI-PVEM, Adrián Rubalcava, no deja espacio para más explicaciones.
Con los eufemismos que caracterizan al lenguaje de los partidos políticos, sus integrantes hablan de “estructura”, de “operadores políticos”, de “la base”. ¿Cuántos de esos miembros del voto duro, de los “brigadistas” de las organizaciones políticas son ciudadanos convencidos por la propuesta del candidato para el que sirven?
Estamos ante un círculo vicioso. Es debido a esas maquinarias de votos, entre otras muchas cosas, que los ciudadanos se mantienen alejados de las urnas, “¿para qué, si no hace diferencia mi sufragio?”, piensan. Pero a la vez es esa ausencia de personas independientes la que facilita el poder de influencia de las “estructuras” de los partidos.
Ahora la sociedad atestigua que los mecanismos de presión de la burocracia política no son inofensivos. En la búsqueda de ganar puestos públicos están dispuestos a todo, incluso a quebrar la cabeza de sus contrincantes.
Hasta que las personas independientes venzan sistemáticamente a los candidatos y sus “operadores políticos”, no veremos un cambio en la actitud de éstos. Romperán propaganda ajena, intimidarán al contrario y —ya se ha visto— acabarán con las amenazas a su poder. El votante autónomo puede detenerlos.