La detención del perredista Eric Ramírez Crespo, presidente municipal de Cocula, Guerrero, junto a uno de los líderes del cártel Guerreros Unidos, vuelve a encender los focos de alarma sobre la degradación de la vida política en aquella entidad. Si alguien creyó que la tragedia de Iguala pondría fin a la convivencia y complicidad de autoridades electas y delincuencia organizada, este nuevo capítulo muestra con toda simplicidad que las redes de la narcopolítica no han sido desarticuladas; que el poder corruptor del crimen organizado sigue funcionando y que el caso de José Luis Abarca, alcalde de Iguala responsable del asesinato de los normalistas de Ayotzinapa, está lejos de ser una excepción.
Hasta el momento se desconocen los cargos contra Ramírez Crespo. Sin embargo, tanto él como Eloy Flores Cantú, quien se identificó como “asesor jurídico” del prd en San Lázaro, encontrarán difícil explicar o justificar su amigable encuentro en Cuernavaca con Adán Zenén Casarrubias Salgado, uno de los jefes del cártel fundado y dirigido por sus hermanos Mario y Sidronio. Éste último, detenido tras los sucesos del 26-27 de septiembre de 2014 y uno de los procesados que más aportó a la “verdad histórica” articulada por la PGR; a él se le atribuye, por ejemplo, el testimonio clave sobre el destino de los normalistas (“los quemaron y sus cenizas las tiraron al agua, yo me imagino que es el Río Cocula”).
¿Qué hacían dos perredistas —uno real, otro presunto— compartiendo con un célebre narco entre alcoholes, quizá cocaína y algunas armas? ¿De cuándo viene el vínculo entre el novísimo alcalde —tomó posesión hace apenas un mes— y el delincuente? ¿Recibió ayuda y recursos de la banda criminal durante la campaña? No está de más recordar que en la desaparición y asesinato de los normalistas participaron policías de Cocula, entonces gobernada por el priista César Peñaloza. ¿Guerreros Unidos procuró la “alternancia” en la figura de Ramírez Crespo? ¿Mejor un perredista que un priista?
Todo esto suena delirante, pero la probabilidad de que así haya ocurrido lo convierte en asunto delicado, gravísimo. Sobre todo si se recuerda que, al empalmarse el crimen de Iguala con las elecciones locales, la dirigencia perredista “puso a disposición” de la PGR los expedientes de sus candidatos en Guerrero para que fueran investigados. Por supuesto, se trataba de una maniobra electorera y demagógica que nadie tomó en serio. De ahí que resulte ridículo, por decir lo menos, que Carlos Navarrete intente enarbolarla para eludir responsabilidades: “No tuvimos información sobre antecedentes o indicios que impidieran la postulación del ahora Presidente Municipal de Cocula”.
Magnífica manera de lavarse las manos, aunque en la trastabillante operación la imagen del partido quede bastante sucia y desastrada. Porque si la integridad, honorabilidad y confianza de los candidatos de un partido mínimamente serio —para no hablar de “izquierda”— dependen de las agencias de seguridad del Estado, llegamos al colmo de la degradación o a la inutilidad práctica de la burocracia partidista.
Si la estructura perredista es incapaz de “detectar” nada y la presunta militancia no es más que carne de acarreo e instinto clientelar —¿quién celebró la irrupción de Aguirre como candidato a la gubernatura, quién postuló a Abarca, quién eligió a Ramírez Crespo?—, parece haber llegado la hora de asumir la crisis terminal, irreversible, del mayor partido que haya fundado la izquierda mexicana.
Pero esto no va a ocurrir. No hay burocracia que renuncie por voluntad propia a los privilegios de la partidocracia. Ya encontrarán la forma de escurrir el bulto. Hasta el próximo escándalo y la próxima revelación. Si sobrevivieron a Iguala, lo de Cocula es anécdota menor. Solo dos armas, una bolsita de polvo blanco, tres colegas celebrando la plenitud del poder. ¿Dónde está el drama?
Presidente de Grupo Consultor Interdiscplinario.
Twitter: @alfonsozarate