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En su mensaje a la nación del 5 de enero el presidente Peña Nieto ocupó la mayor parte de los ocho minutos de su discurso en dar explicaciones de porqué decidió incrementar los precios de las gasolinas.
En televisión nacional ocupó seis minutos en intentar calmar los encendidos ánimos que había provocado la medida, incluso en su propio partido, el PRI. Y no era para menos. La dura decisión se había tomado antes de los días de Navidad, escuchando el consejo de su secretario de Hacienda, José Antonio Meade, ante la incapacidad financiera del gobierno de seguir subsidiando la venta de gasolinas y diesel en el país.
El escenario pintaba color de hormiga para las finanzas públicas, no sólo por el brutal incremento del gasto y la deuda públicas que su antecesor había provocado, sino también por la caída en los ingresos petroleros y por la galopante devaluación del peso frente al dólar que elevó los costos de las gasolinas que se consumen internamente y que en más de 60% se importan desde Texas.
Esta situación se agudizó en diciembre por la mayor incertidumbre derivada del triunfo electoral de Donald Trump y sus reiteradas amenazas a la relación comercial con México que hacía presagiar una inminente reducción en la calificación de la deuda soberana de México con todos los costos que ello implicaba para la deuda pública y privada del país.
Con ese panorama, a finales de diciembre Meade convenció al Presidente de liberalizar los precios de las gasolinas para ajustarlos a los precios internacionales, provocando incrementos desde 14.2% a 20.1% con los ya esperados impactos en la inflación general, dado que México es el cuarto mayor consumidor per cápita de combustibles en el mundo.
Nunca en dos décadas se habían encarecido tanto los precios de los combustibles en el país, así que la ira de los adversarios políticos y las protestas de los ciudadanos se harían sentir, como efectivamente ocurrió con cierres de carreteras, manifestaciones y saqueo de comercios. Los propios priístas criticaron una medida tan impopular que se daba a escasos cinco meses de las elecciones en el Estado de México, el bastión priísta por excelencia y el termómetro de lo que ocurriría en 2018.
Por eso en aquel mensaje del 5 de enero el Presidente se veía con el rostro desencajado: “¿Qué hubieran hecho ustedes?”, lanzó la inédita pregunta en su mensaje, desafiando la avalancha de críticas que había desatado la medida. Era un ‘animal’ político incrédulo ante sus propias palabras, rebasado por una realidad económica que podría hundir su gobierno.
Y sí. El golpe inflacionario que ha sufrido México no se había visto desde la crisis financiera internacional de 2009, acercándose a 6.5% a tasa anual, aunque sólo una parte menor es atribuíble al incremento en los combustibles. Lo demás deriva de la devaluación acumulada del peso frente al dólar desde 2014.
Meade impulsó la decisión del Presidente ante un peligro mayor. El previsible impacto negativo inmediato tendría que asumirse, aunque con la liberalización del mercado de los combustibles también se liberaron las presiones fiscales inmediatas y se favorecieron la inversión en refinación y la competencia en el mercado de gasolinas, que redundará en mejor calidad y precios en el futuro.
Si bien el proceso de liberalización del sector energético en el país estaba en marcha, fueron las circunstancias las que obligaron a tomar las medidas eliminando los viejos subsidios que no eran más que resortes políticos para mantener los precios bajos con enormes costos para las finanzas públicas.
Con todo y sus costos inmediatos, la liberalización en el precio de las gasolinas fue una decisión necesaria que el tiempo pondrá en su justa dimensión.
En aquella ocasión el Presidente reaccionó como el político calculador de sus riesgos que es. Sabía que en el terreno económico las consecuencias podrían haber sido incontrolables y devastadoras para él y su gobierno. Pero cuando cree que esos riesgos personales están acotados, sus decisiones pueden ser muy distintas; incluso en contra de los intereses de la Nación.
Ese es el caso de la reciente tragedia mortal en el Paso Express de la autopista México-Cuernavaca. Aquel socavón que se abrió en la recién inaugurada autopista por la irresponsabilidad y —seguramente— por la corrupción de sus colaboradores de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes, en contubernio con las empresas ejecutantes de la obra, se ha convertido en la rúbrica de la impunidad.
Como en el caso de la casa blanca serán empleados suyos —la secretaria de la Función Pública y el Procurador General de la República— quienes determinen la responsabilidad del secretario Gerardo Ruiz Esparza —un funcionario muy cercano a Peña Nieto y a sus cuestionadas decisiones desde que era gobernador del Estado de México— entre otros funcionarios menores de la SCT.
Los peritajes, informes y los abundantes testimonios apuntan a la cabeza de Ruiz Esparza. Pero a diferencia de la decisión de diciembre, el Presidente le ha dado largas al asunto, exonerando de antemano a Ruiz Esparza de cualquier responsabilidad al encargarle que vaya a fondo con el caso. Peña Nieto ya calculó que sus riesgos personales están acotados y ha decidido que en el caso de su amigo la impunidad es el camino, tirando por la borda los argumentos de justicia y de estabilidad que esgrimió aquel 5 de enero en televisión nacional.
A diferencia de aquella fecha, esta vez Peña Nieto no preguntó: “¿Qué hubieran hecho ustedes?”, porque la respuesta es evidente.
Twitter:@SamuelGarciaCOME-mail:samuel@arenapublica.com