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¡Ya fuimos! —se rió Carlos I, desde su trono.
En el corazón frondoso del bosque, los ex gobernantes del Reino del Edomex, estaban sentados en tronos de oro, algunos vivos, otros fantasmas pálidos, pero cada uno con una corbata roja o verde.
—¡Ya fuimos! —gritaron a coro.
—Hoy el secreto que fundó la Dinastía —se lamentó Alfredo II, un pobre fantasma con un ojo cerrado y el otro sin párpado: la canica del ojo al aire— reventará como una pompa de jabón.
Entonces despertó, angustiado.
Y se encontró convertido en el Presidente de la Unión de los Reinos Mexicanos.
Todavía no amanecía cuando entró a su despacho de paredes de caoba, donde lo esperaba Eruviel I, con el reporte de todo cuanto se había hecho para ganar las elecciones en el Reino del Edomex. Un presupuesto equivalente al de la República de Costa Rica.
—Si con esto no ganamos, cabrón, es que ya fuimos —le advirtió el Presidente.
El helicóptero aterrizó en la azotea del Palacio de Gobierno de Toluca, y cuando Eruviel I, El Mesero, descendió de él, venía gritándole por el celular a Alfredo III, el delfín de la Dinastía:
—¡Si así no ganas, cabrón, ya fuimos!
Alfredo III cortó la llamada, embroncado. Como si fuera su responsabilidad personal remontar el desprestigio de un siglo de gobiernos que no habían solucionado en el Reino del Edomex lo mínimo. La pobreza. El vandalismo. El robo y la mentira.
Con lentes de mosca cubriéndole medio rostro, pulsó el interruptor y ahí en la cancha de basquetbol del sótano de su palacio estaba el presupuesto para ese día de elecciones: toda la cancha cubierta de pacas de billetes de 500 pesos. A su lado, el Oscuro Gómez, jefe de la Operación Electoral Secreta, un tipo rechoncho y moreno y con lentes de mosca también, le palmeó el brazo:
—Sereno, cabrón, con esto no fuimos, seremos un siglo más.
Las pacas cupieron en 40 combis, que se distribuyeron por el Reino. 20 combis dieron una o 2 vueltas por el periférico y luego fueron a deslizarse dentro del estacionamiento subterráneo de un edificio, donde las esperaba el mismo Oscuro Gómez, frotándose las manos. Era su comisión auto-asignada.
Las otras 20 combis llegaron a las Casa Amigas del Reino. Centros de operación del partido totalmente secretos. Sin letreros, sin logos, sin ninguna señal que los delatara, excepto la fila de cientos de operadores secretos, que todos los vecinos reconocieron de una ojeada como operadores regionales y secretos del PRI.
Los operadores llenaron sus mochilas con fajos de dinero, aunque algunas fajos, 3 o 4, se los metieron entre la cintura del pantalón y el abdomen. Su comisión auto signada. Y salieron al aire libre. El cielo amanecía nublado y olía a lluvia.
—El gobierno organiza las elecciones y el gobierno las trampea —acusó doña Hortensia ante el micrófono y la cámara de televisión.
Señaló con el índice a una jovencita con una mochila a la espalda:
—Írela —dijo— esa es una operadora secreta del PRI.
La operadora secreta, desde lejos, levantó la mano y sonrió para saludar a la cámara.
Y en un millón de pantallas la conductora de televisión comentó la imagen:
—Sí caray, hay rumores de un fraude electoral amplísimo y muy secreto.
—Cambio de tema —le ordenó por el chícharo en la oreja el productor del noticiario.
—Vamos a unos comerciales —dijo la conductora—, y seguimos informando.
Doña Hortensia corrió la cortina de la casilla, que le aseguraba la secrecía de su voto.
Se sacó un tenis y del tenis sacó una cruz de papel donde había marcado con lápiz una cruz. En la boleta de voto, colocó la cruz de papel sobre el logo del PRI, a un lado de la foto de Alfredo III sonriente, le tomó con su celular una foto. Luego sacó de su sostén un plumón negro, y en la boleta tachó el logo de Morena, a un lado de la foto de Delfina Gómez, su candidata. Una mujer morena como yo, pensó Hortensia, sin afeites como yo.
Le extendió el celular con la foto del voto mentido a la operadora secreta del PRI y al recibir el pago de los 3 billetes de a 500, le espetó:
—A ver si no son falsos, malditos corruptores.
La maestra Delfina Gómez estaba sentada a la mesa de su comedor observando una mancha en el mantel. Una mancha roja pálida.
Hacía un mes, el día en que se publicó en los diarios que ella, cuando alcaldesa de Texcoco, había diezmado el sueldo de los burócratas, se había servido de una jarra de cristal el agua de jamaica en un vaso, pero el temblor de la mano había desviado el chorrito de agua roja. Desde entonces ahí estaba la mancha, afeando la blancura del mantel.
Volvió a pensar hoy que debió haber dicho en ese momento la verdad. Sí, lo del diezmo era malo, era una falta, pero en adelante no se doblaría a la codicia de su equipo ni a la de sus protectores, había aprendido la lección y defendería a la Verdad, es más: la armaría con un ejército de jueces y policías, para que reinara en el Reino por primera vez en la Historia. Pero cedió a su asesor de imagen, y lo que dijo en los mítines fue un chiste:
—Ya me inventaron también que soy novia de Trump.
Toc toc. Tocaron a su puerta.
La Maestra Delfina subió al estribo de la camionetota blanca, y en el asiento, el Emperador Obrador, le apretó la mano con la mano, y le informó de los primeros conteos realizados en las casillas.
—Estamos empatados con Alfredo III.
—Sólo que mis votos sí son de a de veras —dijo la Maestra con orgullo.
—Vamos a ver a Juan el Simple —anunció con aire sombrío el Emperador.
Esta era la cuarta vez que le pediría que llamara a votar por la Maestra, el mismo día de la elección, a las 11 de esa mañana de cielo encapotado, que presagiaba lluvia.
Obrador y la Maestra caminaron por el borde de la carretera hasta Juan El Simple, que se volvió para saludarlos con una frase:
—Demasiado tarde.
—El fraude está a la vista —le respondió Obrador —, si la mitad de tu gente vota por la Maestra, apenas remontamos el tamaño del fraude.
—No puedo —dijo Juan, ya ante ellos. —En serio es demasiado tarde. Me hubieras tratado bien desde el principio. No me hubieras llamado en tus mítines palero y canalla. Me hubieras ofrecido una coalición. No un postración ante tus zapatos de Emperador. Y ahora, de verdad, ya no puedo.
—Traiciona —de pronto dijo la Maestra. —Traidor que traiciona a traidor, tiene cien años de perdón.
Juan El Simple la miró con ojos de párvulo. Delfina añadió, con voz cálida de Maestra:
—Lo malo de mentir, es que se vuelve un camino para el resto de la vida. Primero mientes, luego mientes para cubrir la mentira, luego mientes para cubrir la mentira que miente la primera mentira.
—¡Ya ven como me ofenden! —sacudió la cabeza Juan.
El helicóptero descendió en la azotea del palacete gris de Los Pinos. El Presidente Peña Nieto le ofreció con un ademán uno de los 2 sillones de cuero café del despacho.
Tomaron asiento, lado a lado.
—Haz hecho lo patriótico —le dijo el Presidente a Juan. —Estamos salvando…
Se quedó pensando qué estaban salvando…
¿La democracia? No, esa la estaban terminando de matar.
Estaban salvando el círculo vicioso del robo y la mentira, ese que desde que dio sus primeras vueltas por ahí del inicio del siglo pasado, ningún héroe de la Verdad había tenido la valentía de parar.
—Ayer soñé —cambió de tema el Presidente— con los ex gobernadores del Edomex. Me dijeron 2 cosas —narró. —Me dijeron a coro: ¡ya fuimos!..., pero no me dijeron a dónde habían ido. Y también dijeron algo de un secreto, que hoy va a reventar, como una pompa de jabón.
—¿Qué secreto?
—Ah pues es un secreto, Juan. Pero ya veremos qué es, si hoy de verdad revienta.