Sucedió en el mes de enero, de aquel lejano año 2017. El presidente de México empezó a padecer de una pesadilla recurrente.

Soñaba que se levantaba de la cama, en el dormitorio del segundo piso de la Casa Miguel Alemán de Los Pinos, abría la puerta y bajaba la monumental escalera al piso de las oficinas del palacete, cruzaba el alto salón con sus lámparas de cristal cortado colgando de los techos, gratamente sorprendido de hacerlo ya vestido en un traje impecable azul oscuro, y entraba al salón de Los Dignatarios, donde se topaba con el rollizo presidente de Estados Unidos, Donald Trump, a quien le decía, fuerte y firme, sin ningún preámbulo ni vacilación, y en un inglés impecable de Oxford, la Verdad.

Luego se despertaba otra vez en la cama del dormitorio presidencial y no recordaba cuál era la Verdad, así que titubeante bajaba nuevamente la monumental escalera para buscar la Verdad, entraba con sigilo, en piyama de rayas azules sobre blanco, a la oficina donde encontraba otra vez a Donald Trump, a quien le decía, vacilante, que de los tres asuntos que Trump le quería imponer a la Patria, aceptaba todos, incluso un cuarto asunto, si a mister Trump se le llegaba a ocurrir un cuarto asunto.

Caía de rodillas e hincado ante los pantalones azules del visitante, le suplicaba que aceptara su oferta de paz y que sólo permitiera que él la apalabrara en el lenguaje de la cortesía mexicana. A esta rendición absoluta la rebautizaría como “una gran oportunidad”. Al nuevo y desventajoso tratado comercial entre ambos países, “una modernización de nuestro acuerdo amistoso”. A la expulsión de 11 millones de mexamericanos de Estados Unidos, “el heroico regreso de los hijos pródigos”. Y al muro en la frontera, que México pagaría de buen grado y en monedas de oro, “el puente al futuro”.

Pero de nueva vuelta el presidente se despertaba en el dormitorio de la segunda planta, y sudoroso, avergonzado, en piyama y descalzo, otra vez descendía la monumental escalera, y en la oficina de Los Dignatarios le decía a Donald Trump que ya había recordado la Verdad.

La Verdad era que México era un gran país que jamás se pondría de rodillas ante un orangután trajeado como Trump. Por el contrario, el presidente de México había viajado el mes anterior por el planeta para prevenirse contra las ofensas que este simio anaranjado pudiese cometer contra los orgullosos mexicanos.

En China acordó con el primer ministro la construcción de inmensas bodegas en las costas de nuestras dos penínsulas. En Japón pactó con el presidente las condiciones para que las armadoras de automóviles de Honda y Toyota se establecieran en México. En Alemania firmó con una coqueta Angela Merkel un convenio para convertir a Yucatán en el pie de tierra de Europa en el continente americano. En Canadá convino con su primer ministro un acuerdo provisionalmente llamado “América sin Trump”.

—Así que por mí puede irse usted directamente al carajo —dijo el presidente.

Entonces, el presidente despertaba otra vez, en la cama del dormitorio presidencial, el pelo ensopado de sudor, el corazón batiéndole en el pecho como un tambor, y ya no quería salir de la cama y ponerse en pie.

Fue precisamente durante este sueño, el Sueño Número 4 de la serie de sueños sucesivos que lo atormentó cada noche de aquel enero lejano del año 2017, que tocaron a la puerta de su dormitorio.

Toc toc.

Una voz anunció que mister Trump lo esperaba en la oficina de Los Dignatarios, en la primera planta, y el presidente reunió sus manos y rogó que este fuese simplemente un sueño más.

Lo era de cierto, un sueño más, pero era el sueño de la realidad.

@sabinaberman

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