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¿Por qué ocho jueces de una Corte Constitucional tienen la última palabra para decidir cuestiones fundamentales en una sociedad democrática? La pregunta es un clásico de la teoría constitucional y encierra lo que los estudiosos llaman “dificultad contramayoritaria”. En las últimas décadas se han vertido ríos de tinta para analizar la tensión que aqueja a las democracias cuando los jueces constitucionales le corrigen la plana a los legisladores. De ahí que sea tan importante garantizar la legitimidad de los primeros.
En estos días atestiguamos un proceso que ha puesto en vilo la legitimidad del Tribunal Electoral y que podría terminar raspando la legitimidad de la Suprema Corte. La culpa la tienen los legisladores y el Presidente de la República. Vale la pena el recuento de los hechos y de los daños.
Todo iba bien de cara a la renovación de la Sala Superior del Tribunal Electoral. Entre ciento cuarenta y un candidatos que se inscribieron, después de un largo y complejo proceso, el Senado de la República eligió a siete juristas con la trayectoria y la capacidad necesarias. El nuevo tribunal quedó integrado por cinco hombres y dos mujeres que tienen los méritos suficientes para sacar avante la difícil tarea que les corresponde. Además, entre ellos, eligieron como presidenta a una magistrada talentosa y muy calificada. Hasta ahí las buenas nuevas (que no son de poca monta).
El problema es que los partidos políticos y sus legisladores enlodaron el resultado. Con la decisión de ampliar los plazos que durará el encargo de cuatro de los magistrados (que, por mandato de ley, habían sido nombrados por tres y seis años) activaron suspicacias y generaron reclamos justificados. Con esa decisión no sólo le dieron al traste a la lógica de la renovación escalonada de la Sala Superior, sino que también abrieron un flanco de posible inconstitucionalidad que vulnera la legitimidad del tribunal recién conformado y ahora, gracias a la acción promovida por Morena, coloca los reflectores en el pleno de la Suprema Corte.
Los ministros deberán decidir si la prórroga de los nombramientos —que es producto de un acuerdo político desaseado pero del más alto nivel— es constitucional y tendrán encima la mirada de una opinión pública cada vez más escéptica e indignada. Ya quedaron atrás los tiempos en los que las decisiones de la Corte interesaban sólo a las partes de los litigios o a un grupo muy reducido de especialistas. Hoy sus sentencias son escrudiñadas por periodistas, académicos y organizaciones ciudadanas. Este hecho, que es sano para nuestro Estado constitucional, eleva el listón del examen de legitimidad de las decisiones judiciales.
En el caso concreto, me parece que la solución jurídica es relativamente sencilla por los siguientes argumentos. La prórroga es inconstitucional porque es una decisión privativa que sólo beneficia a cuatro ciudadanos y, además, contradice el sentido del artículo 99 constitucional que establece que el nombramiento de los magistrados tiene una duración improrrogable. Además, en un absurdo jurídico, para prorrogar el nombramiento de los jueces electorales, los legisladores reformaron un artículo transitorio que ya no era vigente y, por lo tanto, no era derecho. Me explico. El artículo que establecía la fórmula del escalonamiento en la renovación del Tribunal Electoral surtió sus efectos y dejó de formar parte del ordenamiento jurídico mexicano el 20 de octubre de 2016. Ese día se nombró y tomó protesta a dos magistrados para ejercer su encargo por tres años, a otros dos por seis y a tres por nueve. Con ello se cumplió y se extinguió el sentido normativo del artículo “cuarto Transitorio del Decreto de reformas a la Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federación, del 1º de junio de 2008”.
El dilema, en realidad, es político, pero los jueces no deben adentrarse en esas aguas. Su legitimidad depende de que hagan bien lo que les toca: hacer valer a la Constitución.
Director del IIJ-UNAM