Antes que la oportunidad nos hiciera pisar las calles, respirar el aire, escuchar el andar y el habla de las ciudades, los libros nos pasearon por ellas. Estar en Lima me hace pensar en ello; en que por Miraflores y San Isidro, sus colonias residenciales, por Barranquilla y en el horizonte brumoso del invierno limeño anduvimos con Vargas Llosa y sus novelas primeras. La literatura funda geografías en nuestra experiencia, cincela cartografías en la imaginación, asienta memorias de las cuales nos apropiamos como si fueran solo nuestras y no de la hermandad que se teje cuando un libro ha sido leído y es referencia de tantos y será de tantos más. Hemos husmeado las ciudades en palabras. Las reales y las que lo son después del libro. A los escritores les debemos ese regalo. Pienso en el Nueva York de Dos Passos, de Edith Wharton y en el de Paul Auster que llega hasta sus Brooklyn Follies, donde vive, y el sinuoso de Philip Roth, también en que comimos de los basureros de El Quijote y entramos al Chelsea Hotel con las memorias de Patti Smith. Ando por Los Ángeles de John Fante que es el de su personaje Arturo Bandini, que por eso tiene calle en la esquina de la Biblioteca Central; Fort Worth es la colonia militar con la que Carson McCullers nos perturbó y Winnesburg, Ohio tuvo sentido en el mapa por Sherwood Anderson. La ficticia Yoknapathawpha de Faulkner es más real que cualquier pueblo de Missouri, la Comala de Rulfo está hecha de voces y fantasmas y sin embargo tiene más muros, calles, campañas y casas que su homónima en Colima, Macondo es el punto más claro en el mapa. El frío del Yukon se nos puede meter en los huesos por Jack London y el paisaje despoblado en Canadá amenaza después de leer a Margaret Atwood.

Pero hablaba de las ciudades como el Madrid de Pérez Galdós tan de Fortunata y Jacinta o el que nos acerca Soledad Puértolas, y Barcelona no es más joya y dolor que en La plaza del Diamante de Mercé Rodoreda. Paris fue la fiesta de Hemingway, pero también el paraíso cómplice de la Maga y de Cortázar quienes lo tradujeron para nuestro continente. Y Roma puede ser la de Daisy Miller de Henry James, porque es la Roma que miramos los extranjeros, como Venecia también lo es para el mismo autor con sus Papeles de Aspern, tan Thomas Mann como ninguna o de Ian McEwan y El placer de los extraños. Puro extranjero hipnotizado de canales líquidos. Dublín es nuestra como lo es del droguero que presume que su establecimiento y el jabón que vende es el que aparece en el Ulises de Joyce. Y las esquinas y las calles y la torre todas son Stephen Dedalus y la ciudad se pisa reconociendo el deja vu que provocan las letras y los personajes, la ciudad como centro, como espacio donde poner los pies para perder la cabeza.

Necesitamos geografía: el Londres de Dickens y el de Ian McEwan o Ishiguro. Y la Lisboa que es saudade universal (y Tabaquería) por Pessoa, y por Saramago que hizo de Ricardo Reis su lazarillo, la ciudad que el italiano Tabucchi adoptó y también nos regaló. Puro obsequio desmedido el de los escritores que nos llevan a Mogador, como Ruy Sánchez, a Johanesburgo y Ciudad del Cabo como Nadine Gordimer, a Kyoto como Kawabata. Y Ruan es de Madame Bovary y de Julian Barnes que fue a buscar el loro de Flaubert, aunque Monet la reclame como catedral cambiante. Bahía es la ciudad brasileña de intensos mestizajes que Jorge Amado sembró de Gabrielas y Teresas, caderas, olores, permisos, cadencias. Buenos Aires fue del boom y de Borges y Montevideo es tan Benedetti como Felisberto Hernández, tan entrañable como melancólica. Santiago es poema de Neruda, lluvia y balas, despojo y cordillera. Bogotá es la de Héctor Abad y la de Juan Gabriel Vásquez. Algunas ciudades son más canción que novela, y algunas presumen de ambas. México Distrito Federal fue Chava Flores pero sobre todo La región más transparente que nos develó el croquis urbano de los cincuenta desde la Santa María, a Las Lomas, La Juárez y La Obrera, el Pedregal. Le debemos a Fuentes esa cartografía de complejidades, ese resumen de historia en la capital más antigua de América, que José Agustín actualizó y se sigue apresando como ahora lo hace Ana García Bergua en Fuego 20 observándola en los setenta. Una ciudad secuencia de tiempos, con un intenso repertorio de historias.

A Monterrey la resucitaron David Toscana y Eduardo Antonio Parra y a Culiacán, Élmer Mendoza le sembró al Zurdo con el que andamos por sus calles. Deambulo por calles literarias que a vuela pluma recuerdo para agradecer el paisaje anticipado, ese tajo que abre la literatura en la experiencia cotidiana para darnos vidas paralelas, memorias y emociones a lomo de palabras. Todo mientras el techo de nubes limeño oculta el sol y las estrellas, los pericos desgarran el aire, y se rebela un horizonte inacabable de mapas literarios con que podemos forrar el mundo.

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