En secundaria pasé mis vacaciones (todavía no el verano, sino en la transición de nuestro calendario escolar para igualarnos con el hemisferio norte en invierno) en un pueblo pequeño del sur de Oregon. No era un intercambio oficial como algunos jóvenes hicieron, sino que me carteaba con muchachas de Estados Unidos hasta que una de ellas me invitó y, con mucha necedad de mi parte y valentía de mis padres, fui a pasar dos meses en esa casa en medio del bosque. Era septiembre y octubre del 68. Y yo estuve lejos de la matanza estudiantil y de las Olimpiadas. Lo cuento porque el resultado reciente e imprevisto de las elecciones en Estados Unidos me ha devuelto la imagen de aquella familia con la que permanecí dos meses. En medio del regocijo de montar a caballo, hacer pays de manzana, vivir a borde de carretera, conocer gente que vivía en campers, comprar Levis y golosinas, asar elotes dulces y todo lo que la experiencia gringa rural significaba en tiempos de comercio cerrado en la frontera e idealización que el cine y la televisión habían conseguido, otro mundo muy distinto al mío se fue revelando. A diferencia de nosotros, un obrero calificado tenía casa propia y coches, y me era inevitable hacer el cotejo entre países. El padre de mi amiga Jennifer era un obrero retirado de una armadora de aviones. Lo supe porque le faltaba medio dedo y mi amiga me contó del accidente de trabajo. Viví las misas presbiterianas que me parecían rarísimas con sus bautizos de adultos empapados en una pileta y alguien que de pronto era poseído por una voz. Asistí a unas comidas de campo y rodeo donde cada quien llevaba un guisado (si así se le puede llamar) para la mesa común y fui la rara de la escuela: que no parecía mexicana, que no tenía trenzas y rebozo, que porqué hablaba inglés, que si frito bandito... una campaña publicitaria que nos ponía muy mal. Ambos estábamos descolocados: ellos tenían una idea preformada y única de lo que era un mexicano (o mexicana) y yo pensaba que aterrizaba en el mundo de Simon & Garfunkel, Peter, Paul y Mary, los Beach Boys, aventones en carretera, ¿Sabes quién viene a cenar?, El guardián en el centeno.

En casa de Jennifer no se podía ir a fiestas (había que escaparse); ni pensar en acercarse a una comuna de “hippies” cercana (a la que fuimos a caballo desde luego), la madre compraba ropa por catálogo y el padre admiraba a George Wallace (el ultraderechista, que por suerte —entonces— no llegó a presidente). Cuando vimos por televisión las noticias de la represión estudiantil del 2 de octubre y me sentí tan lejos, tan sola y agredida con el comentario “se lo merecían”, tuve claro que estaba fuera de lugar. Los padres de Jennifer, que seguramente han muerto, son los votantes de Trump. La idea del mundo que ellos tenían sigue viva, como lo demuestran los resultados electorales, la mayor parte blancos de localidades menores al millón de habitantes. La experiencia de lo otro, además de los asombros y rebeldías adolescentes, era una experiencia política. Creía, hasta antes de que Trump empezara a tener popularidad, que ese mundo retrógrada iba en extinción, que el KuKuxKlan era tema de documental y de House of cards, no una realidad que nos devuelve su mueca grotesca ahora que los otros gringos han triunfado. Si bien Oregon, con su gran población de migrantes mexicanos, con ciudades liberales como Portland y Eugene es con los estados del Oeste el bastión demócrata más claro, de todos modos “los padres de Jennifer”, esa mitad del país donde están las más destacadas universidades del mundo, está celebrando la vuelta al pasado, al estrecho mundo de la intolerancia en la absurda y fascista idea de que allí reside la grandeza. En la exclusión.

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