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No se ha propuesto, ni oficial, ni públicamente, cambiar el nombre al Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN, NAFTA por sus siglas en inglés o ALENA en francés), pero éste quizá sea un tema que surja durante las negociaciones que están por comenzar o al final de ellas. El presidente Donald Trump, de Estados Unidos, ha dicho en un par de ocasiones que le gustaría añadir una F (fair) a NAFTA para que sea un tratado de comercio libre y justo. Ni español ni francés cabría una jota en el acrónimo.
No son pocos los observadores, algunos favorables al tratado, que han propuesto a lo largo de los años el cambio de nombre. De hecho, la actitud tomada por ellos y por los propios gobiernos de no defender al TLCAN de manera frontal ante los injustos ataques sufridos a lo largo de casi 25 años, es una de las razones que explican por qué se convirtió en tema de campaña, por qué lo utilizó Trump como plataforma para su discurso nacionalista y por qué cuando la retórica electoral se convirtió en una seria propuesta para eliminarlo, fue tardía su defensa por parte de los muchos que se benefician por su existencia en Estados Unidos: exportadores agropecuarios y de manufactura, proveedores de bienes y servicios, inversionistas, creadores, asociaciones y sus representantes políticos en la forma de gobernadores, alcaldes, senadores, diputados, centros de investigación, medios y otros.
A 200 días de la toma de posesión y del discurso nativista de Trump en el que señalaba que el mundo “ordeñaba” a su país, que perdía en el comercio exterior y que el NAFTA era el peor acuerdo de la historia, ahora queda claro (todavía no para él) que México es un mercado de suma importancia para Estados Unidos, que en cinco años será el más grande del mundo para ellos, mayor a Canadá (hoy el primero) y a la Unión Europea completa, y que muchos están dispuestos a defenderlo para cuidar sus propios intereses.
A partir de 1995 y utilizando como pretexto la crisis económico-financiera sufrida por México en ese entonces, la Casa Blanca de Bill Clinton y su representante comercial Mickey Kantor empezaron a alejarse del TLCAN, a considerarlo tóxico y a sobrepolitizar la política comercial de su país para no enfrentar la contradicción del partido Demócrata en la materia y tener que convencer a sindicatos y grupos ecologistas que el proteccionismo por el cual abogaban era miope, reduciría la competitividad de Estados Unidos y no era la mejor manera de resolver las preocupaciones, justas, que tenían en material laboral y ambiental. Prefirieron evitar el debate, abandonar discursivamente al TLCAN y estigmatizar al comercio. Ahora se paga el precio con Trump en la Casa Blanca.
El gobierno de George W. Bush fue más positivo para con el TLCAN, pero de manera insuficiente. El de Barack Obama en general negativo, aunque intentó dejar como parte de su legado histórico un NAFTA Plus, el Acuerdo Transpacífico (TPP, por sus siglas en inglés). En todo este tiempo, los sectores privados de Estados Unidos y México también se olvidaron de apoyar y promover el tratado.
La situación ahora es, de forma paradójica, y gracias a Trump, muy distinta. La atención durante la campaña y los primeros meses de su gobierno han hecho del TLCAN otra vez sujeto de conversación e instrumento muy importante. Tanto, que ahora no pocos han salido en su defensa y se busca su modernización en una negociación trilateral. Más aún, no sólo la comunidad de expertos de comercio exterior de América del Norte seguirá con detenimiento el proceso de negociación y aprobación, sino del mundo entero.
Hace 25 años el tratado fue muy influyente para la definición de la política comercial no sólo de sus tres integrantes, sino de muchos otros países y el régimen multilateral. Sin TCLAN aprobado en 1993 no hubiese avanzado el proceso de APEC, ni se hubiera tejido la red de acuerdos comerciales de América Latina entre sus miembros y con Canadá y Estados Unidos, ni hubiera tenido éxito la ronda de Uruguay para establecer la Organización Mundial de Comercio. México, por su parte, no hubiese negociado la red de tratados con países latinoamericanos, ni con la Unión Europea, EFTA, ni Japón.
De alguna manera, el éxito de este nuevo proceso de modernización se medirá en el mediano plazo por su influencia en otras negociaciones comerciales alrededor del mundo. Si sólo se corrigen un par de pies de página para satisfacer las necesidades políticas de la Casa Blanca, la renegociación no tendrá mayor consecuencia y su viabilidad política será incierta en el Congreso de Estados Unidos al no generar el apoyo necesario por parte del sector privado. Sólo un mayor nivel de ambición lo hará relevante, sobre todo ahora que Estados Unidos ya no está en TPP, ni negociará con la Unión Europea, ni con el Reino Unido, en el mediano plazo. Es decir, para su sector privado, el TLCAN es el único foro donde promover la actualización de las disciplinas comerciales, de inversión y de servicios para la nueva economía digital.
Curiosamente ahora que el TLCAN ha sido blanco de ataques sin precedente, su imagen en Estados Unidos muestra que la mayoría de sus ciudadanos están a favor y reconocen que ha sido positivo. El 52% de los estadounidenses piensa que los tratados de libre comercio han tenido un impacto positivo de acuerdo con una encuesta del Pew Research Center de este año (http://www.pewresearch.org/fact-tank/2017/04/25/support-for-free-trade-agreements-rebounds-modestly-but-wide-partisan-differences-remain/).
A pesar de todo esto, es posible que se proponga cambiar el nombre del TLCAN/NAFTA/ALENA durante o al final de la renegociación. Canadá y México deben oponerse a ello. Si el TLCAN sobrevive, intacto o mejorado, el embate de, nada menos, el propio presidente de Estados Unidos, el valor de su marca habrá subido de manera significativa. Los políticos son muy dados a cambiar el nombre de programas exitosos (Solidaridad, Oportunidades, Progresa, Contigo, Prospera, por ejemplo) para ponerles su sello. Se antoja difícil que el paradigma de la integración de América del Norte porte un sello relacionado con némesis.
Si el cambio de nombre se entiende como otro pretexto para olvidarse y alejarse del tratado, no hay razón para discutir otra apelación. Por otro lado, si TLCAN renovado incrementa la certidumbre de las reglas, fomenta la integración e incrementa la competitividad de América del Norte con respecto al resto del mundo, la marca será mucho más fuerte y útil. Por lo tanto, no tiene caso cambiarlo.