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La clase política mexicana se ha opuesto a considerar reformas para contar con segunda vuelta electoral, sobre todo para las elecciones presidenciales. México es casi la única excepción en la materia en América Latina, a pesar de las claras ventajas que implica. Entre ellas:
— Resulta en un mandato ciudadano claro, o, al menos, mucho más claro que con una vuelta
— Corrige automáticamente los errores de escrutinio en elecciones parejas. Es un recuento ciudadano voto por voto
— Pone al ciudadano a cargo del resultado electoral y deja a los institutos electorales y al tribunal electoral en papeles secundarios
— Privilegia a candidatos sobre partidos
— Evita los conflictos postelectorales. Con segunda vuelta en 2006, no hubieran habido manifestaciones, ni toma de calles, ni la controversia que puso en riesgo el régimen constitucional y la transmisión de poderes
— Promueve la moderación de candidatos desde la primera vuelta
— Obliga a los candidatos a pronunciarse sobre asuntos torales para ganar en la segunda
— Estimula la participación ciudadana y combate el abstencionismo
— Permite el voto diferenciado: en la primera con el corazón, en la segunda con la cabeza
Los partidos políticos han sido renuentes a considerar la segunda vuelta y han preferido legislar cada vez más candados, vigilancia y procedimientos para aumentar la confiabilidad de las elecciones. En 2013 se perdió una gran oportunidad durante las negociaciones para las reformas estructurales cuando PAN y PRD optaron por impulsar una reforma electoral legalista y no insistir en la reelección sin obstáculos partidistas y en la segunda vuelta.
Los próximos meses representan la última oportunidad para establecer en la Constitución la segunda vuelta electoral. Es estratégicamente importante hacerlo, pero para ello se requiere del concurso del presidente Enrique Peña Nieto, del PRI, PAN y PRD. El presidente y su partido se han tradicionalmente opuesto a la segunda vuelta bajo argumentos de costos y de fatiga electoral. No obstante, la razón de su oposición parte de la evaluación de que el PRI no es viable en una elección presidencial con segunda vuelta en vista del voto mayoritario antipriísta que supuestamente existe en el país.
En realidad este es un pobre argumento por tres razones: una, el PRI no tiene derecho a imponer un sistema electoral menos bueno bajo el argumento de que no puede ganar una elección mayoritaria. Además de no tener el derecho, el argumento desnuda una posición de debilidad y una renuencia a cambiar para volverse un partido que pueda apelar a la mayoría de los electores. Dos, la evaluación de que el candidato del PRI está condenado a perder siempre en segunda vuelta es falso: en 2012, Peña Nieto hubiese tenido una oportunidad razonable de vencer a Andrés Manuel López Obrador en la segunda vuelta. Tres, los mejores candidatos que pudiere presentar el PRI en 2018, en términos de capacidad para gobernar, son más viables en segunda vuelta que en una elección única y fragmentada.
De hecho, pareciera que el PRI apuesta a maximizar el número de candidatos con el objeto de dividir el voto opositor para ganar con una votación mínima. Ésta es una apuesta muy arriesgada que pretende ganar la presidencia con base al mejor voto duro pero sin necesidad de convencer a la mayoría. Otro gobierno sin legitimidad en las urnas ni autoridad moral para transformar la forma de hacer política es una mala noticia para el país.
Se vive en el mundo una situación de alta incertidumbre política, geopolítica y económica, desde la posibilidad de la salida del Reino Unido de la Unión Europea (Brexit), pasando por las dificultades de Brasil, Venezuela y América Central, hasta el impacto de la incertidumbre de la política monetaria de la Reserva Federal de Estados Unidos y la posibilidad de una presidencia de Donald Trump. México debe responder a este ambiente incierto con instituciones sólidas y un jefe de Estado y de gobierno ampliamente legitimado en las urnas. Un conflicto postelectoral en 2018 es una muy mala idea en estas circunstancias. La segunda vuelta contribuiría fuertemente a un tránsito electoral no controvertido (independientemente de quién gane) y al fortalecimiento institucional.
La segunda vuelta no es garantía de que no habrá conflictos postelectorales, pero los hace mucho menos probables. Además, crea un poderoso incentivo para aceptar el resultado electoral de una manera expedita en la primera vuelta y así fomentar la práctica hoy ausente de hacerlo, y reconocer al ciudadano la capacidad de decidir quién gana en la segunda. Por otro lado, la segunda vuelta da al candidato en tercer lugar una enorme influencia sobre el resultado si logra motivar a sus electores por uno u otro candidato. Incluso puede urgir por votar en contra de aquél que haya abusado del sistema o violado el espíritu de cancha pareja en la primera vuelta.
Si se legislara este año la segunda vuelta para la elección presidencial de 2018, algunos verán en esto una estrategia para detener a Andrés Manuel López Obrador. Sería una lectura equivocada. La segunda vuelta no es incompatible con gobiernos de izquierda: la abrumadora mayoría de los presidentes de izquierda en América Latina ha ganado de esta manera. Pero para hacerlo, tiene que apelar a más del 50 por ciento de los electores. AMLO debiera ver en la segunda vuelta la fuente de legitimación de su gobierno y la garantía de no tener conflicto postelectoral que lo merme.
El presidente Peña Nieto necesita mostrar convicción democrática y apego a las leyes e instituciones. La segunda vuelta electoral le puede evitar que se le achaque haber intervenido para lograr un cierto resultado electoral en 2018 y descansar en el ciudadano para validar sus credenciales democráticas. Lo más probable es que no lo haga.
@eledece