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Se ha puesto de moda entre los políticos mexicanos viajar a Estados Unidos para, dicen, demostrar solidaridad con la enorme comunidad de paisanos que viven acá. Andrés Manuel López Obrador comenzó ayer una gira por varias ciudades con gran presencia mexicana (la primera parada fue la tradicional Plaza Olvera de Los Ángeles). Miguel Ángel Mancera también pasó por el sur de California en días pasados, donde se reunió con Eric Garcetti, el alcalde de Los Ángeles, para discutir, según me dijo el propio Mancera, programas de apoyo entre las dos grandes urbes mexicanas del mundo. Enrique Ochoa y Ricardo Anaya se han aparecido por Estados Unidos también, lo mismo que algunos muy comedidos gobernadores que apenas han descubierto su capacidad de consternación por el drama migrante. A todos habría que decirles que, aunque esto es mejor que nada, es imposible no lamentar el dejo de oportunismo que su repentino interés despierta entre la comunidad mexicana, que ha vivido en el desamparo desde mucho antes de la llegada de Donald Trump.
Para muestra lo que viví en Arizona el sábado, donde moderé un diálogo ríspido y revelador entre miembros de la comunidad inmigrante y una lista de políticos mexicanos convocados por la iniciativa #AgendaMigrante. Es difícil exagerar la felpa que se llevaron los senadores, diputados y gobernadores que asistieron a la reunión. Uno tras otro, mexicanos que viven en el área de Phoenix —y que han tenido que vivir bajo la amenaza de un gobierno hostil por años, gracias a Joe Arpaio y otras autoridades municipales y estatales— reclamaron a los políticos mexicanos su histórica falta de respaldo, su oportunismo y, sobre todo, su desconocimiento de lo que realmente necesitan.
Les explicaron, para empezar, que su intención no es recibir ayuda para eventualmente reinsertarse a la sociedad mexicana. No les interesa pensar en volver. “Apostamos por México y perdimos”, dijo una mujer al explicar cómo, en algún momento, había optado por regresar a su país de origen solo para encontrar rechazo, falta de oportunidades y corrupción. Ante la oferta tan electorera como fantasiosa de ofertas de trabajo en México, los migrantes respondieron con natural escepticismo. Varios dijeron haberse acostumbrado a ese apoyo pasajero del lado mexicano, respaldo que tiende a desaparecer en cuanto el migrante en cuestión deja de ser políticamente redituable. Lo que quieren, explicaron con claridad, no es la quimera de la reinserción. Lo que necesitan es apoyo para pelear contra la estrategia punitiva de Donald Trump. La clave, pues, no está en la promesa del regreso a la patria original sino en la permanencia en el país en el que han elegido vivir.
El ejemplo perfecto fue la voz de Aarón, esposo de Guadalupe García, la mujer de Arizona deportada a México en los últimos días. Aarón le dijo a los políticos mexicanos que su intención no es mudar a la familia de vuelta a México sino traer a “Lupita” de regreso al país donde tuvo a sus dos hijos, donde construyó una vida y donde tiene un futuro. No exagero cuando digo que la voz de Aarón temblaba de indignación ante el vacío que correctamente intuye en las promesas que oía y ante la tragedia por la que atraviesa: la madre de sus dos hijos viviendo en un país que ya no reconoce y en el que no quiere estar, lejos de los suyos. Aarón avisó a legisladores y gobernadores que no permitirá que la supuesta promesa de respaldo y seguimiento se quede en solo palabras, ni para su mujer ni para el resto de los mexicanos deportados y deportables. Si no cumplen sus compromisos, les advirtió, convocará a una conferencia de prensa para desenmascarar a los oportunistas.
Aarón no está solo. En Phoenix, no hubo una sola voz que no fuera brutalmente crítica con los políticos mexicanos sentados al otro lado de la mesa. Los ven, con toda justicia, como los grandes traidores que son, causantes directos de la desgracia de país del que han tenido que huir. No les creen ni una palabra. ¿Y por qué tendrían que hacerlo?, me pregunto. Después de todo, aunque Donald Trump represente la mayor agresión de los últimos años, los desafíos tremendos para los indocumentados tienen una larga historia. Y a lo largo de cada uno de esos años, esos mismos políticos que hoy se dicen conmovidos y comprometidos brillaban por su ausencia.