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El infame video de los minutos posteriores a la fuga de Joaquín Guzmán me ha hecho pensar en la valentía, esa escasísima virtud entre nuestra clase política. En términos generales, el político valiente es aquel que se atreve a tomar decisiones impopulares pero necesarias y se niega a tomar otras populares pero innecesarias. Pienso, por ejemplo, en lo que ha hecho en California el gobernador Jerry Brown.
En los últimos meses, Brown ha apoyado varias medidas políticamente riesgosas pero sensibles y positivas si se piensa en el bien común del estado que gobierna. En los primeros años de su mandato, cuando California enfrentaba una enorme crisis económica, Brown se jugó el pellejo impulsando un paquete fiscal que, al menos al principio, prometía ser muy mal visto por el electorado, que ya antes había rechazado otros varios intentos legislativos de obligarlo a apretarse el cinturón. Después de una campaña honesta y agotadora, Brown logró lo que parecía imposible: los votantes respaldaron su plan y el estado emergió del pantano económico. Tiempo después, Brown avaló una larga lista de propuestas muy agresivas para paliar los efectos de la tremenda sequía en California. A pesar de la crítica, parte de ella ciertamente justificada, Brown no cedió ni un ápice. En el último semestre ha tomado otro par de decisiones polémicas pero políticamente valientes: convirtió en obligatoria la inmunización infantil, dándole un merecido golpe a los orates del movimiento antivacuna, y aprobó el suicidio asistido para enfermos terminales, convirtiendo al enorme estado de California en apenas la cuarta entidad estadounidense en adoptar una medida similar. Hace unos días, Brown sumó una innovadora ley de equidad salarial a sus logros.
Además de la congruencia ideológica, hay otro factor que explica el arrojo de Jerry Brown: no tiene ninguna otra aspiración política que no sea ser gobernador de California. En otras palabras: no tiene tiempo, interés o ganas de pensar en otra cosa distinta a hacer bien el trabajo que los votantes le han encomendado. No siempre fue así.
Al contrario: a principios de los ochenta, Brown fue también gobernador de California y desde ahí trató de lanzarse a la presidencia de Estados Unidos. ¡De hecho lo intentó tres veces! Ahora, a los 77 años de edad, ha ganado esa (a veces) inevitable humildad que da el tiempo, virtud que lo ha convertido en un gobernador eficaz, productivo y completamente desinteresado en las consecuencias político-electorales de sus decisiones. Lo ha vuelto, pues, un político decente.
Si California se ha beneficiado de contar con un gobernador a quien no le importa buscar un cargo posterior, México se ha visto perjudicado por el fenómeno opuesto. En el gobierno mexicano no hay un solo funcionario que no tenga los ojos puestos en el siguiente escalón. Es la persecución del poder convertida en delirio de grandeza. Todos “ya se vieron”, todos creen tener “chance” de llegar a la grande, o al menos a algo más grande. Imaginemos una encuesta confidencial que le preguntara a los secretarios de Estado y los gobernadores del país si aspiran sólo a cumplir plenamente con las obligaciones de su trabajo, aunque ello implique adoptar posiciones riesgosas para su futuro político. Nadie levantaría la mano.
Las consecuencias de esta obstinación es una asombrosa epidemia de indecencia. El caso más evidente (aunque no el único, ni de lejos) es el del secretario de Gobernación. Los meses pasan y el escándalo de la fuga de Joaquín Guzmán no hace sino crecer. Con cada detalle bochornoso que aparece, la figura de Miguel Ángel Osorio Chong, responsable máximo de mantener vigilado a Guzmán, se empequeñece. Basta leer la reacción de la prensa internacional a ese pastelazo de nuestra desgracia que es el video tragicómico del Altiplano. Parece un lugar común pero no lo es: cuando se trata de la fuga del Chapo, México es el hazmerreír del mundo. Es, quizá, nuestro mayor oprobio en al menos 20 años, y ni siquiera la potencial captura del narcotraficante podrá aminorar su efecto de desconfianza. ¿Por qué nada de esto ha hecho mella en Osorio? ¿Por qué no renunció entonces ni ahora? Porque sufre del fenómeno opuesto al de Jerry Brown: cree estar tan cerca del poder, lo desea a tal grado que ningún otro cálculo importa. Lo que sea antes de salirse de la pista, de perder carril en la carrera hacia la hipotética consagración. A él, como a otros políticos dominados por la ambición, se lo ha comido la indecencia. Lo mismo ha ocurrido con muchos periodistas, que interpretan todo lo que ocurre desde la óptica del costo-beneficio de esa misma persecución de poder. Así, lo que importa no son las circunstancias vergonzosas (y el video) de la fuga de Guzmán sino quién quiere pegarle a Osorio Chong con la filtración. Ver para creer: la nota no es la nota sino sus consecuencias políticas. Nuestra miopía editorial no es un pecado menor, pero tendrá que esperar a otra entrega de esta columna.