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Algún amante del humor negro hizo públicas las fotografías gemelas de Enrique Peña Nieto y Felipe Calderón Hinojosa, cada uno al lado de su secretario de Hacienda, representativo de la ortodoxia de la economía de casino; de la paradójica estabilidad sinónimo de progreso, de movimiento, de desarrollo y crecimiento. Menos mal que a nadie se le ocurre equiparar la sólida inmovilidad con una más o menos móvil distribución de la riqueza. Posiblemente porque ya es dogma que la economía del uno por ciento y la política del uno por ciento se han fundido en la cúspide de la concentración de la riqueza.
Estalló la violencia del caos anarquizante al anunciarse el aumento al precio del litro de gasolina, del diesel y del kilo de gas, del casero, del que todavía es lujo entre los de abajo, los de la pobreza extrema que se levantan y se acuestan con hambre. Ah, el secretario de Hacienda de la permanencia se llama José Antonio Meade Kuribreña, maestro de todos los oficios, desfacedor de entuertos y producto del vuelco finisecular que no se redujo a la transición electoral, sino abarcó el portento de los clones, de las cadenas del ADN conducto para igualar izquierdas y derechas mexicanas de las ideologías declaradas difuntas al anunciarse el fin de la Historia. Con H mayúscula y sin acentos hegelianos, que aquí llevábamos algo más de medio siglo de endogamia y persistencia del antiguo régimen.
De humor negro, dije. Porque a estas alturas de la descomposición de la clase gobernante y envilecimiento del discurso político, el impacto que ensordeció a los ya aturdidos por el escándalo de las redes asociales, no fue el que Enrique Peña Nieto recordara que Felipe Calderón malgastó un millón de millones de pesos del erario en subsidiar los energéticos y que el petróleo crudo tenía un valor de casi cien dólares por barril, y el fisco dependiente de Pemex disponía de altos excedentes para repartir entre los gobernadores del dispendio, la corrupción inalterada o exacerbada por la dispersión del sistema plural de partidos, convertidos en bandas de asaltantes en busca del botín, aunque tengan que compartirlo y ceder el poder constituido a los de otro origen y registro.
Para eso saldría del olvido el lamentable pastor de senadores panistas, Ernesto Cordero Arroyo. Peña Nieto “está equivocado, frustrado, no le han salido las cosas, y no tiene derecho a echarle la culpa al pasado”. Y lo dice una voz de la reacción unida para combatir al cardenismo de la revolución social, el agrarismo y la expropiación petrolera; la que todavía llama a acabar con “los setenta años del PRI (para ellos son lo mismo el PNR callista que el PRM cardenista y el PRI del alemanismo inalterado hasta que hizo implosión el priato de la estabilidad (aquella estabilidad) que en realidad era el coma que precede a la agonía. El sacristán sacude el incensario ante la señora de su señor. ¿Quién teme a Virginia Woolf?
Ya estalló la violencia y los saqueos de tiendas y comercios de todo género reflejan la desesperación de la miseria, la absoluta desconfianza en el poder constituido, en el gobierno de las reformas estructurales que demolieron los restos de las instituciones alteradas y removidas por el salinismo de la apertura a la visión del primer mundo. Saqueos y vandalismo en toda la geografía nacional; con impacto mayúsculo en el Estado de México, en el de Veracruz y en la CDMX, como para exhibir al PRI, al PAN, y al PRD hoy al servicio de Miguel Ángel Mancera, no militante ni dispuesto a serlo, porque cree que los votantes van a comulgar con la rueda de molino de un candidato independiente. Aunque la boleta lleve la impronta del sol negro y amarillo.
Y ahora que tomaron las calles los vándalos, qué vamos a hacer con la simulación de tolerancia y respeto a los derechos humanos como parapeto de impunidad y telón de fondo para la desaparición del imperio de la ley. Por lo pronto, el susto se encargó de activar a las adormecidas autoridades. Hay más de mil detenidos, informan; la mayoría jóvenes, un gran número tiene antecedentes penales, por robo con violencia, asalto y otros delitos. Si por la puerta giratoria del sistema de justicia entran y salen delincuentes del crimen organizado, cómo no van a ir y venir los del común. Pero la mayoría son mexicanos de los de abajo, de los pobres, de las clases medias proletarizadas en los treinta y tantos años de la política al servicio de la economía financiera; de los dueños del dinero.
Y ahí está el nido de la serpiente. La justificada ira, la desconfianza en las clases gobernantes, en los partidos políticos y en los políticos enterradores de ideologías. Campo fértil para la demagogia, para los simuladores, para la gesticulación de falsos profetas, salvadores y guías únicos para abandonar el infierno y escalar al cielo de la mentira revelada como verdad ajena a los hechos. Mal del mundo, diríamos a riesgo de parecer arúspices del discurso peñista de la hora. Pero es efectivamente mal del mundo, de la globalidad dicen los del milagro económico del derrame de la riqueza acumulada en las alturas, que algo alcanzará a los de abajo: Ronald Reagan, Margarer Thatcher y los incontables epígonos del neoliberalismo que es neoconservadurismo.
La hora de la ira es la era de Trump. Y los ciudadanos de Estados Unidos votaron por un mercader multimillonario, modelo de vanidad de vanidades, estafador que alquila el apellido y se ha declarado en quiebra seis o siete veces; un personaje de los tuits que escribe sin cesar, capaz de dirigirse a Vladimir Putin en un discurso de campaña presidencial para pedirle públicamente, en tono justiciero, que ordenara como jefe del gobierno de Rusia el hackeo de correos de su adversaria Hillary Clinton, cuando era secretaria de Estado del gobierno de Barack Obama; y la multitud gritaba: “¡Encarcélenla, encarcélenla!” Mal llamados populistas, los Trump predican odio y señalan culpables de los males que padecen los marginados por la revolución tecnológica y la concentración cósmica de la riqueza: entre otros, pero en primer término, los mexicanos.
El riesgo evidente se impuso a la razón de Estado. Y nuestro gobierno se precipitó a invitar a mister Trump a la residencia presidencial de Los Pinos, a la vieja hacienda de la Hormiga. Luis Videgaray desempeñó el papel de vidente, aconsejó apaciguar las amenazas del posible ganador de las elecciones; curarse en salud de las dudas y temores de aceptar a distancia las inapelables sentencias del amenazante multimillonario en vías de alcanzar el poder político, militar y económico de la nación más rica de la tierra. Nuestro buen vecino, diría Franklin Delano Roosevelt: el espejo negro de Tezcatlipoca, dirían los estudiosos de nuestras tres sangres y el pasado que vive en el millón y medio que habla náhuatl y los setecientos mil que hablan maya.
Los presidentes también se equivocan. Lo extraño es que lo reconozcan de inmediato y procuren corregir los daños. Fueron muy elevados los costos políticos de la vergonzosa patraña y el trato de jefe de Estado que se le dio al todavía contendiente, al gesticulador que inició su campaña insultando a México y a los mejores de nuestros paisanos, a los que no se conforman con la miseria y la falta de oportunidades, a los que tienen el valor de cruzar la frontera del imperio en busca de una vida mejor, a sabiendas de los riesgos, del racismo, del costo de la otredad. Peña Nieto se apresuró a declarar que México no pagaría un centavo del muro prometido por Trump. No era suficiente en la era de la post-verdad. Y removió libremente a Luis Videgaray del cargo de secretario de Hacienda.
Nadie supo o pudo explicar las razones del aumento del precio de la gasolina a los mexicanos de la desconfianza, de la inseguridad, de la ira por el enriquecimiento de políticos confiados en la impunidad y en la complicidad con los oligarcas y sus jefes dueños del dinero. Y mientras estallaba la violencia y las redes electrónicas multiplicaban el caos anarquizante, las multitudes saqueaban los comercios. El hambre y la necesidad no son cuestión semántica. Y menos todavía, que los ricos de la patronal y los de más arriba, exigieran al gobierno la inmediata intervención de las Fuerzas Armadas.
Y todavía hay quienes creen que al designar canciller a Luis Videgaray se aclara la sucesión presidencial. Y que en el PRI, Enrique Ochoa planta arbolitos que dan moras.