Desde el fondo del pantano infernal del oscurantismo, la xenofobia, el odio a la otredad y la estulticia rampante entronizada a lomos del disgusto y la desconfianza, del miedo de los de abajo, hay que enfrentar la amarga realidad y no buscar modos de conciliarnos con el fascismo engendrado por el largo imperio neoliberal que encontró en Davos el escenario de la montaña mágica para lucimiento de los plutócratas y los cortesanos del show business mediático.

Ganó el miedo. Y Trump, el promotor de la estafa aparece en la Salón Oval de la Casa Blanca al lado de Barack Obama: transición pacífica del poder en la nación más poderosa del mundo. Sí, pero las multitudes toman las calles de las ciudades de costa a costa. Y una generación engañada y marginada por los consensos neoliberales rechaza el yugo impuesto por el miedo, por la amenaza del billonario autonombrado representante de la “clase media”, eufemismo de la época que declaró muerta la lucha de clases y jamás habla de la clase obrera. Ni siquiera cuando se erigen campeones de los enfurecidos por el desempleo, la desesperanza y el despojo de sus trabajos atribuido a los inmigrantes. O a los que laboran en las empresas establecidas en el ancho y ajeno mundo de la globalidad.

No denuncian fraude electoral los miles de estadounidenses amenazados por el discurso de odio y el retorno del racismo acentuado por el desprecio a los de otras creencias religiosas; a los musulmanes, a quienes identifica absurdamente con los terroristas del fanatismo yihadista. El muro que Trump prometió construir a lo largo de la frontera con México, el de la pobreza y el hambre, pero también del valor para rechazar la marginación y emigrar en busca de empleo y oportunidades a la potencia vecina, donde el sueño es ahora pesadilla. Primer asunto entre México y el fantoche Trump que ganó legalmente las elecciones presidenciales del vecino del norte: Los mexicanos que cruzan la frontera no son criminales, son de los mejores que tenemos, los que se niegan a aceptar la miseria y el hambre como fatalidad.

Lo tendrán que decir a coro los que entre nosotros hacen como que hacen política. Sobre todo después del penoso papel del “acelerado” encuentro del Presidente de la República mexicana con el entonces candidato a serlo de Estados Unidos; Enrique Peña Nieto tendrá que encontrar la voz, el conducto adecuado, para demandar una pública disculpa de Trump por los agravios a México y los mexicanos en su envilecido discurso electoral. Porque ya salieron a la luz los cortesanos que aplauden y piden reconocimientos a la “previsión” del Presidente mexicano y la “visión geopolítica” del atribulado Luis Videgaray.

No entienden, o se niegan a reconocer el daño de la inútil sumisión, la ira y el desprecio del pueblo. Peña Nieto supo de inmediato que había cometido un error de lesa soberanía, que no hay peor error político que el cometido innecesariamente. Y que la renuncia aceptada a Luis Videgaray, en ejercicio de la facultad de remover libremente a sus secretarios, no detuvo el alud de humillaciones; que habría de ir de Cartagena de Indias a la China en busca de un fugaz encuentro con Barack Obama, de aclaración no pedida de los Clinton; de su propia certeza después de haber recibido a Trump como igual y tener que desmentirlo antes de que despegara el avión que lo trajo a México.

Hay males que ya no tienen remedio. Pero el Presidente de México sabe que no se trata de pagar el costo del muro de la insolencia, ni de enfrentar el secuestro de las remesas que envían y seguirán enviando los mexicanos desde el otro lado. Sabe que está en juego la promesa del desarrollo económico y de reducir la insultante desigualdad entre los de las élites y los millones que padecen hambre en la pobreza extrema. Es cierto que arriba han dado ya los primeros pasos. Patrones, empresarios y gobierno han acordado trabajar en unidad en la renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte y no detener las negociaciones del Acuerdo de Asociación Transpacífico. Vale. Después de todo, la demagogia de Trump amenazó deshacer NAFTA y abandonar el TPP.

No diré que estamos ante un acuerdo cumbre de nuestra oligarquía. Pero es indudable que el dogmatismo neoliberal está detrás del cese al fuego empresarial en el combate que exige la imposible renuncia de Enrique Peña Nieto. Como si en el poder constituido pudieran remover libremente al titular del todavía supremo Poder Ejecutivo los dueños del dinero y los dueños de franquicias de partidos políticos. Para no ir más lejos, en el desquiciamiento de nuestra política exterior hay quienes debaten si la renuncia de Claudia Ruiz Massieu debió ser irrevocable, o la secretaria de Relaciones Exteriores debe vestir hábitos de mendicante para encabezar a los oficiantes de la nueva diplomacia mexicana. Bastaría la imagen sombría de Agustín Carstens y de José Antonio Meade Kuribreña en el umbral del desplome del peso mexicano, para confirmar que persistir en la vía neoliberal nos pondría ante el dantesco letrero de “abandonad toda esperanza”.

En el mundo entero vence y convence el nacionalismo fascistoide; los desesperados, los sin empleo, manifiestan multitudinariamente su desprecio al sistema establecido; la desconfianza en los políticos y sus políticas al servicio de los dueños del capital. Y la respuesta electoral ha sido la victoria de la extrema derecha, de los ultranacionalistas, demagogos expertos en la gesticulación mediática de los reality shows: Ave Trump, morituri te salutant. Hace falta la unidad nacional para enfrentar el miedo, para no ceder ante la prepotencia del demagogo experto en negociaciones mercantiles y quiebras fraudulentas. Pero es imposible la unidad de nuestros marginados y desposeídos con la continuidad de las políticas del neoliberalismo. Alzar la vista y no cerrar los ojos frente al miedo amenazante obliga a ver al horizonte, a negar que la izquierda dejó de existir con la caída del Muro de Berlín y la amenaza de erigir uno en la frontera del imperio y el país soberano que somos a pesar de todo.

Los miles de jóvenes que han tomado las calles en Estados Unidos no lo hacen como protesta para alegar fraude en las elecciones, sino como expresión de rechazo a la exclusión, a la xenofobia, al odio y al miedo a la otredad. Así tendríamos que movilizarnos los mexicanos para exigir que paguen más impuestos quienes más ganan y que el gasto social lo sea verdaderamente y se invierta de abajo a arriba en educación, salud, empleos y salarios dignos, lejos de los cinco mil pesos mensuales que el Cordero de Calderón decía eran suficientes para casa, comida y sustento de cualquier familia, incluido el pago de colegiaturas privadas.

De norte a sur la tarea es combatir la desigualdad y atenuar la pobreza extrema. Se puede. Si perdemos el miedo, si los gobernadores dejan de ser prófugos de la justicia y tienen el valor de cumplir el mandato de sus electores. En Chiapas propone el EZLN la candidatura presidencial de una mujer indígena; En Oaxaca dispondrá el gobernador electo, Alejandro Murat, de 172 millones y medio de pesos de Fortalece para enfrentar el desastre heredado; en Campeche, Alejandro Moreno Cárdenas izó, en medio de la tormenta, bandera blanca: primer estado que cumplió al cien por ciento la asignación de plazas magisteriales; en Tabasco, Arturo Núñez, del PRD, pudo informar de numerosa construcción de viviendas, a pesar de la caída de los ingresos por la implacable baja del precio del petróleo.

Hay que cambiar de rumbo. Los de abajo agitan en el llano las antorchas de la ira. Y del norte nos llegan las amenazas del racismo y la prepotencia fascistas.

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