Imposible no traer a cuento lo dicho a Napoleón Bonaparte ante las noticias del asesinato del duque D’Enghien: “Peor que un crimen; es un error, sire”. Donald Trump, el fantoche, el fascista que ha sembrado el odio a México y los mexicanos, el que convoca a la expulsión masiva de doce millones de indocumentados que trabajan y sobreviven en Estados Unidos; el estafador que alquila su apellido y alienta el grito frenético de la xenofobia en sus mítines: “¡Build that Wall! ¡Build That Wall!”, el que acusa a México de enviar al vecino del norte a violadores, asesinos, criminales, es invitado a una reunión con el Presidente de la República mexicana. Y de ahí en adelante, Trump el delirante dicta modo, tiempo y asume control de una inconcebible conferencia de prensa en Los Pinos.

Y más, mucho más. Peor que un crimen. Peña Nieto y sus colaboradores sabían, como lo sabe el mundo entero, que Trump es un mentiroso, un gesticulador que ha desatado una campaña de odio contra los mexicanos, contra los musulmanes. Gesticulador que convoca a perseguir al inmigrante y a erigir un Estado policiaco para encarcelar y expulsar a los millones de hombres, mujeres y niños que llegaron a Estados Unidos en busca del sueño americano. Trump es la encarnación de la pesadilla. Un peligro mucho más grande que el gran muro que insiste será construido a lo largo de la frontera con México y pagado por los mexicanos.

Todo lo que se dice ahora se sabía desde hace una eternidad en el tiempo de la política envilecida y envenenada por el miedo y el odio a la otredad. Trump es la pesadilla del genero humano, de los seres racionales de todo el globo, que tiemblan ante la posibilidad de que ese nazifascista ignaro y de incontrolable estulticia llegue a tener en sus manos el control del arsenal nuclear de la mayor potencia militar de la historia. Prólogo del apocalipsis. Lo nuestro era ya el apresurado y desgarrador anticipo de una implosión social, del desmoronamiento de una clase política que se empeñó en desmantelar las instituciones del poder constituido. De la democracia electoral a la oligarquía confrontada, a querer o no, con el caos anarquizante.

Y llegó a México Donald Trump. Invitado por el presidente Enrique Peña Nieto, quien buscó dar aspecto de agenda diplomática al invitar también a Hillary Clinton. De no intervenir en la contienda electoral del país vecino a obsequiarle a uno de ellos la legitimidad de la que carece por sus excesos y viciada gesticulación ultranacionalista, nazifascista, incendiaria y demagógica. No se trata de enlazar adjetivos. Es la terca, ineludible, apabullante realidad. Trump aceptó. Y anunció antes que el anfitrión que se reuniría con él, y aquí se le recibió no como candidato, sino como a jefe de Estado. Pareciera ocioso insistir a estas alturas en la farsa montada por los paniaguados de míster Trump y dócilmente aceptada por los funcionarios del Poder Ejecutivo mexicano. Ya corrió el fuego del desastre por toda la nación, por todo el mundo.

El Poder Ejecutivo se deposita en un solo hombre. Aquí no hay ministros. Enrique Peña Nieto nombra y despide libremente a sus secretarios. Pero siempre se busca tras las puertas de palacio a los consejeros áulicos, a los validos; un presunto “poder detrás del trono” a quien culpar o elogiar por lo dicho o hecho. Manes del fugaz huracán tras el que se movía libremente Carlos Salinas de Gortari. A Peña Nieto no lo acompaña un José María Córdova; apenas la visión de un íntimo grupito de aristocracia provinciana en el que se toman todas las decisiones. De no existir, ya es demasiado tarde para borrarlo del imaginario popular. Los secretarios son además el huevo de la serpiente sucesoria. Fatalmente, a pesar del vuelco que hizo candidatos no salidos del gabinete durante la transición en presente continuo.

No es secreto. EL UNIVERSAL de ayer sábado da detalles del desastre. Luis Videgaray, secretario de Hacienda, fue quien “coordinó” la visita. Y un Presidente que padecía un bajísimo porcentaje de aceptación, se vio sometido a humillante ridículo y condena popular; con el añadido de una crisis de gabinete en la que Claudia Ruiz Massieu, relegada, ignorada por el coordinador, presentó su renuncia a la Cancillería. No se la aceptaron. Aseguran los siempre dispuestos “bien informados”, que ante el madruguete de Trump, la publicación en The Washington Post sobre el encuentro ya programado, el secretario de Gobernación diría al Presidente que lo despidiera y se le culpará a él del desaire o escándalo de una indispensable cancelación de la visita.

Trump irrumpió violentamente en la frágil estructura de un gobierno en crisis y cuya política se desmoronaba a golpes del anonimato colectivo en la red de comunicación inconmensurable. En privado la reunión. Pública la desoladora exhibición en la que un mustio Trump y un Peña Nieto desoladoramente protocolario y diplomático, comparecieron como iguales ante la prensa. Ahí los del norte que habla inglés respondieron en el orden que indicaba el invitado. Los nativos, los periodistas mexicanos, fueron relegados, ocultos tras un enorme muro simbólico. El helicóptero del gobierno mexicano se llevó al rubio al aeropuerto y de ahí a su mitín de campaña presidencial en Arizona. Triunfal retorno del vencedor. Y la mentira que desató el entusiasmo racista y xenófobo: Vamos a construir un moderno, hermoso, imponente y bello muro en la frontera, Lo van a pagar los mexicanos, “ellos no lo saben aún, pero van a pagar por él”.

Enrique Peña Nieto ya había enviado un mensaje por Twitter en el que reafirmaba que se había hablado del muro en la reunión privada y que claramente le había dicho al señor Trump que los mexicanos de ningún modo pagarían esa construcción. Tardío, a destiempo el desmentido al mentiroso. Aclarar lo dicho en privado y no haberlo dicho en público frente al farsante al que se le dio carta blanca y trato de jefe de Estado. Enrique Peña Nieto, diría la vocera de Videgaray, es “responsable”, suyas “la idea y la decisión” de invitar a Trump. Pero al impulsar el encuentro con quien pudiera llegar a la Casa Blanca, el secretario de la estabilidad desestabilizó al gobierno mexicano.

Y Enrique Peña Nieto vio estallar el disgusto popular, escuchó la condena y los reproches de mexicanos de todas las clases sociales. Aquí y en la tierra donde esperan que una noche toque a la puerta de sus casas la tropa local del Estado policíaco que Trump ofrece crear. Y tras un mediático y ópaco encuentro con jóvenes en Palacio Nacional, abordó el avión con rumbo a China, al encuentro en la cumbre del G20.

Obligado reconocer el acierto de quienes revivieron la figura de Chamberlain y la sombra de Hitler en Munich. Tendríamos que refugiarnos en la visión poética de Edgar Allan Poe: “Estoy por encima de la debilidad de establecer una secuencia de causa y efecto entre el desastre y la atrocidad”.

Pero la indignidad lástima a México más que la desigualdad y la desesperanza. Que vergüenza, señor Presidente.

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