Renunció Luis Videgaray y antes de que el gobierno y sus oligarcas entonaran loas al hombre de confianza de Enrique Peña Nieto, Donald Trump, el invitado al que dieron trato de jefe de Estado, reivindicó la salida del secretario de Hacienda como prueba de su triunfal entrada y salida de México; luego reforzaría los desvaríos bipolares de nazi y narcisista: Despidieron al mejor, a un magnífico secretario; Luis y yo hubiéramos alcanzado magníficos logros, dijo. Renunció Luis Videgaray y Jorge Castañeda, candidato independiente a la Presidencia, siempre y cuando sea candidato independiente único al cargo, comprobó que el vuelco de las alternancias ha puesto de cabeza al orden institucional. Aquí ya nadie sabe si es borracho o cantinero: Peña Nieto tuvo que deshacerse de su “primer ministro”, afirmó el que fuera canciller de Vicente Fox y atento escucha de la grabación que les envió Fidel Castro después del lamentable y tragicómico incidente del “¡Comes y te vas!”. Sepan cuantos... en este pueblo no hay ministros, sino secretarios y el titular del Poder Ejecutivo de la Unión puede nombrarlos y removerlos libremente.

Sea como fuere, Videgaray no fue removido libremente: renunció obligatoriamente. La influencia que da la cercanía lo llevó a intervenir en asuntos de otras dependencias, confiado en la aprobación automática de quien lo designó secretario de Hacienda. Pero así como hoy dicen los voceros que Videgaray se va pero no se va, como Juan Pablo II, la derecha neoconservadora y financiera se fue pero no se fue del poder.

Y Enrique Peña Nieto enfrenta la rebelión en los elegantes salones de la oligarquía; retorno de conjurados de La Profesa empeñados en borrar la separación Iglesia-Estado, así como entre los mexicanos del común, proletarizados por la política económica de la austeridad. De los que despiertan con hambre y se acuestan con hambre, ni hablar. Y para colmo de males, la iniciativa de ley sobre los matrimonios de un mismo sexo asustó con los fuegos del infierno a los priístas del Senado y a los diputados tricolores. A la congeladora la iniciativa de Enrique Peña Nieto, jefe de gobierno y jefe del partido de los liderazgos desaparecidos.

La oligarquía confirma lo que alguna vez escribiera Luis Cabrera: hay únicamente dos partidos, el del progreso y el conservador. Y éste ha sido entre nosotros reaccionario, de extrema derecha y de intolerancia tan estulta como la del fantoche Donald Trump. En Monterrey quemaron libros de texto gratuitos los antepasados de quienes ahora encienden hogueras porque los libros de texto contienen educación sexual. Y ahí viene el cortejo de la reacción. Y ante el desastre, marchan campesinos y trabajadores marginados, despojados de las instituciones del Estado mexicano moderno.

Ahí topa con la Iglesia y con los molinos de viento de la añeja burguesía rural el gobierno de las reformas estructurales que rescataría la soberanía y la rectoría económica del Estado. Vinieron las vueltas a la noria y la transición, todo cambió en aras de la democracia electoral, menos el régimen al que atribuían todos los males que en el mundo han sido. Y ahora renuncia el artífice designado de las reformas estructurales y el sistema plural de partidos se exhibe disperso, ajeno a ideologías y programas políticos. Y los extraños compañeros de lecho engendran híbridos. Y al vergonzoso episodio de la vista de Trump y los “maravillosos logros” que hubieran alcanzado juntos el hombre fuerte de Peña Nieto según proclama el deleznable racista Trump.

La comedia de equívocos sacudió las neuronas de los intelectuales inorgánicos que de inmediato demandaron la “renuncia” del presidente Peña Nieto. O que lo echara del poder la voluntad de los arcángeles autonombrados representantes de la mayoría: ¡Fuera Peña Nieto! Y todo se resolverá. Un llamado a la rebelión con las armas de la pureza, de las buenas intenciones. Si alguien responde, está bien; y luego qué, quién asumiría el Poder Ejecutivo que se deposita en un solo individuo, los oráculos responden que eso no importa, aunque la norma constitucional fije con toda precisión el modo de sustituir la ausencia absoluta de Presidente de la República.

No hay vicepresidencia en México. En el caso de ausencia total, el Congreso designaría, con el voto a favor de tres cuartas partes de los presentes, al individuo que asumiría el cargo por el tiempo necesario para convocar elecciones y que el voto del pueblo, de los ciudadanos para no lastimar sensibilidades oligárquicas, otorgaría el mandato para ejercer el Poder Ejecutivo. Argumentan los partidarios de la defenestración presidencial que la democracia electoral ha generado ya tres presidencias “débiles”; un Congreso sin mayoría que le impide al Ejecutivo ejercer sus facultades. Caótico, anárquico Poder Legislativo, pues. ¿Cómo esperan que los diputados y senadores que no se pueden poner de acuerdo más que para aumentar sus dietas y prebendas, van a poder elegir por mayoría de tres cuartas partes de la votación al individuo del interregno providencial?

La circunstancia invita a seguir el ejemplo de los argentinos que marcharon por las anchas avenidas de Buenos Aires con grandes pancartas que expresaban el rechazo total, la desilusión absoluta: ¡Que se vayan todos! Lo único malo es que del corralito pasaron a la intentona de revivir el peronismo y de ahí a la victoria electoral de la derecha empresarial y financiera. Los marginados al olvido. Los generales golpistas rehabilitados con honores. Y las abuelas de la Plaza de Mayo han vuelto a marchar.

Con Luis Videgaray el debate del presupuesto hubiera sido el rosario de Amozoc. Y Peña Nieto designó secretario de Hacienda a José Antonio Meade, quien dejó la Sedesol y la atención de los que a duras penas sobreviven en la pobreza extrema, en el hambre en manos de Luis Enrique Miranda, quien dejó la subsecretaría de Gobernación al amparo de la cercanía que da influencia. Ni Lampedusa pudo imaginar pasmo como el ver a José Antonio Meade, secretario de Hacienda del priísta Peña Nieto, y quien antes fuera secretario de Hacienda del panista Felipe Calderón, entregando el paquete del presupuesto para 2017 al diputado panista Javier Bolaños, presidente de la Cámara de Diputados.

Metáfora sobre parábola: Meade no milita en partido alguno y ha sido secretario de Estado cinco veces en los tres sexenios del tercer milenio. Y el panista Javier Bolaños comparte el mérito de las luminarias compartidas en la confusión y volver a Morelos a tiempo para la tragicomedia de la izquierda que perdió la brújula y el poder en fuga hacia adelante. Uno menos en la centena de aspirantes declarados a la candidatura presidencial de 2017. Programa sujeto al resultado previsto en las elecciones de gobernador del Estado de México el año entrante.

Aquí no se van todos. Ni uno, salvo al ostracismo dorado al servicio del capital cómplice del vecino. No del demagogo que vino, rompió todo y se fue.

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