En Niza, en la Costa Azul, bajo Los Alpes y en el Paseo de los Ingleses, costera de la nostalgia y la belleza, paseaban cientos, miles de franceses y visitantes de todo el planeta de la globalidad y las distancias reducidas a un suspiro; festejaban el 14 de julio, la toma de la Bastilla, la revolución que proclamó la libertad, la igualdad y la fraternidad. Antes de estallar los fuegos artificiales, explotó la violencia irracional, el terror, la estulticia criminal de quien lanzó un camión de 20 toneladas contra la multitud. 84 muertos: los niños y mujeres primero.

No hay respuesta de las clases gobernantes capaz de eludir el retroceso a la condena de la otredad y repetir la firme voluntad de combatir a los bárbaros. Ya no a la puerta. En el interior de las naciones ricas, de la democracia electoral, el libre mercado y los derechos humanos. Evolución de los derechos individuales; equívoca traducción de los derechos del hombre. No sea que el desastre demande la equidad de géneros. Nadie pudo imprimir millones de carteles con el símbolo de la solidaridad y repudio al fanatismo, los “Je suis Charlie Hebdo”. Todos amamos a París, a Francia, a Niza. Pero el desastre desborda la solemnidad oficial de los discursos presidenciales y de ministros que juran: venceremos a la barbarie, al terrorismo.

Todavía buscaban en Niza a hijos, a mujeres convertidas en restos irreconocibles o desaparecidos en el vacío que extrañamente ofrece el consuelo de la esperanza, cuando los medios ya no masivos sino de universalidad instantánea, exhibían el estallido de un golpe de Estado en Turquía. Estambul, donde Mustafá Kemal constituyó el primer Estado musulmán laico, fue escenario trágico del choque de soldados y civiles, tanques, aviones y helicópteros en la penumbra de imágenes transmitidas a todo el mundo; y de la repetición de los analistas con énfasis en los cinco años de guerra en Siria y el papel de Turquía en el combate contra el yihadismo radical que ya tiene territorio y se ha constituido en Estado. Nada se ha resuelto en Turquía, tanto el presidente Erdogan como los golpistas, se atribuyen la victoria.

La derrota es nuestra. De todos los que despertamos con la palabras que acuñara el poeta Paul Valéry: “Si una gran catástrofe no es anunciada en la mañana, sentimos un cierto vacío: ‘No hay nada en los periódicos hoy,’ suspiramos”. Y desfilan los dolientes, los que buscan a sus desaparecidos y demandan que les sean devueltos vivos; los que ceden a la terca realidad y reclaman que les entreguen sus cadáveres para enterrarlos, para llorarlos. Todas las mañanas nos anuncian una tragedia, otra catástrofe. Desde la amarga distancia del tiempo y el olvido de las decenas de cadáveres descubiertos en San Fernando, Tamaulipas: centroamericanos, migrantes, dijeron las autoridades impasibles, como si el punto de partida pudiera explicar la descomposición en una fosa colectiva. Una más de tantas encontradas en toda la geografía nacional.

Nadie reparó en que el terrorista solitario que lanzó las veinte toneladas del camión contra los paseantes de Niza, en especial sobre mujeres y niños, es tunecino, habitante de un barrio obrero de esa ciudad. A fin de cuentas, los de ISIS reivindicarían la masacre. Poco importa si como militante o simple creyente dispuesto a convertirse en “mártir”; pocos, entre ellos Robert Fisk, recordaron que Túnez “está a más de mil 500 kilómetros de Siria, ya no digamos de Irak”. Y la desmemoria de la tensa historia colonial de Francia en Argelia y Túnez. El tiempo y la distancia diluyen la solidaridad. La de los habitantes de la Ciudad de México en las horas que siguieron al terremoto de los ochenta que buscaron sobrevivientes entre las ruinas, se hicieron cargo del orden y colaboraron voluntariamente; solidarios al punto de convencer a las nuevas generaciones de que esa acción fue el parteaguas del autoritarismo a la democracia.

Y el arribo del tercer milenio trajo consigo la sucesión de muertes, de violencia y rapiña. En Europa, Estados Unidos de América, en el cercano Oriente, Asia, África y en las democracias progresistas de la América nuestra que recibieron el poder de manos militares, que no encontraron respuesta al desastre económico del capitalismo financiero; el de las crisis recurrentes padecidas por los mexicanos, que oscilamos en la locura del método adecuado para contar a los pobres, clasificarlos y contrastarlos con los muy pocos que gozan en los más altos deciles. (Y que los expertos nos digan exactamente cuáles son los límites entre esos “deciles” y lo que quieren decir). Los de abajo, “las familias más pobres del país” percibieron 2 mil 723 pesos al mes, según el nuevo método del Inegi. ¿Cuántos integran cada una de esas familias?

Con un dólar de ingreso diario se levantaban con hambre y se dormían con hambre. El año pasado, el Coneval informó que en los dos primeros años del gobierno de Enrique Peña Nieto aumentó en dos millones la población en pobreza.

Y si eso no es un desastre, habrá que tomar distancia, como especula en el siglo XVII Adam Smith en su Teoría de los sentimientos morales: Si súbitamente desapareciera el gran imperio de China con sus incontables habitantes, cómo afectaría recibir la noticia de esta tremenda calamidad a un humanista en Europa. Ante todo “expresaría firmemente su gran dolor por el infortunio de esa gente infeliz... reflexionaría sobre lo precario de la vida humana... y cuando toda esta fina filosofía concluyera” se iría cómodamente a dormir con la conclusión de que la pérdida de millones de chinos no era “mayor desasosiego” que “si fuera a perder mañana su dedo meñique”.

Los dueños del dinero pueden aceptar el nuevo método y alegrarse de que haya menos pobres, a pesar de su malestar por la nula eficacia del gobierno en su trato con los de la Coordinadora y el caos anarquizante que “paraliza” el libre tránsito de bienes y personas. Después de todo, ese mismo gobierno es firme paladín del libre flujo de capitales sin regulación alguna. Y hace unos días el predicador tropical declaró a la prensa que sólo debe modificarse la reforma educativa, pues derogarla sería la claudicación del gobierno del presidente Enrique Peña Nieto, y eso a nadie conviene.

Sí, Andrés Manuel López Obrador, el profeta del apocalipsis, de “al diablo con las instituciones”, ha dicho ahora desde el púlpito de Morena: “No queremos construir el nuevo México a partir de escombros, tiene que haber autoridad y tenemos que llegar a 2018 con estabilidad”.

Y tras la recuperación del dedazo priísta, el PRD dará hoy su mano a Miguel Ángel Mancera; y el PAN se inquieta por la posible pérdida de su dedo meñique.

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