El 4 de junio, nuestro sistema electoral, estrenado en 2014 con el nacimiento del Instituto Nacional Electoral (INE), salió reprobado.
Aunque no fueron las primeras elecciones estatales organizadas bajo la supervisión del órgano federal, sí fueron las más competidas, las más vigiladas, y las más desaseadas, por decirlo rapidito.
Mal presagio para le elección de 3 mil 447 cargos públicos que estará en juego en 2018. Presidente de la República; gubernaturas en ocho estados (Guanajuato, Jalisco, Ciudad de México, Morelos, Puebla, Chiapas, Tabasco y Yucatán); renovación total de las cámaras federales de Diputados y Senadores; 27 legislaturas locales, así como alcaldes, regidores y síndicos en 2 mil 242 ayuntamientos del país.
De ese tamaño será la contienda electoral, el escenario del que partirán las principales fuerzas políticas para mantener el poder, consolidarse, salvarse de la debacle o arriesgar su desaparición.
Como muchos advertimos a tiempo, la reforma electoral de hace tres años fue un bodrio, un invento sacado de la manga para dejar quietos a los perdedores de 2012 y mantener la fiesta en paz cuando aún resonaban el Pacto por México y la “reformitis”.
Engendrar al INE con atribuciones desbordadas, imposibles de cumplir ante la complejidad política de cada estado de la República, se percibía desde entonces como una bomba de tiempo que se activó este año y podría estallar el que viene.
Más allá del lío con el sistema de Conteo Rápido y el Programa de Resultados Electorales Preliminares (PREP), los Organismos Públicos Locales Electorales (OPLES) no pasaron el examen de la autonomía y la imparcialidad. En Coahuila y el Estado de México, la autoridad electoral no pudo ni quiso desmarcarse de las acusaciones de sometimiento a los gobiernos locales y federal, dejó pasar faltas importantes e incluso, en el caso coahuilense, fue patético el manejo de algo tan básico como contar bien los votos.
Ha quedado demostrado que de nada sirve la designación de consejeros locales por parte del INE cuando los débiles órganos electorales de cada estado, dizque maquillados, son incapaces de superar las presiones persuasivas de gobiernos, partidos y otros actores del poder legal e ilegal, que compran lealtades mediante prebendas perversas y/o amenazas, tal y como fue vicio y costumbre en tiempos del autoritarismo omnímodo, aquellos de sumarse o sumirse.
¿Es hora de desaparecer los infames OPLES de tal suerte que el INE sea responsable de organizar todos los procesos electorales en nuestro país?
Lo que México requiere es una sola autoridad fuerte e independiente que organice todas y cada una de las elecciones; nos saldría más barato.
¿Es demasiado tarde para buscar un cambio de reglas?
Expertos de colmillo retorcido, consumidos por inercias retrógradas, nos dicen que es imposible manejar la posibilidad de una segunda vuelta electoral que brinde no solo legalidad sino legitimidad y gobernabilidad a las autoridades electas, lo cual sería histórico; imposible dar forma a la figura de los gobiernos de coalición, que, si bien está contemplada en la Constitución, carece de leyes reglamentarias.
Lo que sí se puede hacer, pero falta voluntad para lograrlo, es “el monitoreo puntual del gasto de gobiernos para impedir desvío de recursos, la prohibición del uso de dinero en efectivo en las campañas, el cambio en la relación medios-política, la sensible mengua de los spots publicitarios que se regalan a los partidos, el castigo al espionaje político, o el blindaje de los programas sociales”, apunta la politóloga María Amparo Casar.
Cierto, el ciudadano está harto de la imagen de la clase política empeñada en hacer trampas y quebrantar a las instituciones democráticas.
De no haber voluntad política para darle al ciudadano mayor certeza electoral, 2018 promete ser la gran pesadilla. Si este año los excesos y el desaseo marcaron las elecciones, el próximo no habrá límites.
¿El desastre es inminente? ¿Se nos viene encima el edificio?
EL MONJE OJEROSO: El PAN va a impugnar la elección coahuilense. Nada extraño, quizá obligado, de no ser por el tono rápido y furioso empleado por Guillermo Anaya para pelear con todo. El senador muestra el lado más hostil del partido blanquiazul, más “partido” que nunca. Su postura no se aleja de aquellas que el propio panismo critica a López Obrador y su prole devota. En todos lados se cuecen habas… y fanatismos.
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