Más Información
Diputadas reafirman compromiso en 25N; María Teresa Ealy impulsa la prevención, protección y el empoderamiento
Ejército envía 100 elementos de las Fuerzas Especiales a Sinaloa; realizan labores de vigilancia en la entidad
“No habrá democracia plena mientras persistan desigualdades de género"; Rosa Icela Rodríguez llama a formar parte activa
Noroña se lanza contra Trump; qué aranceles deberíamos poner hasta que dejen de exportar armas y consumir drogas, cuestiona
Magistrada Mónica Soto defiende labor del Tribunal Electoral; sentencias han sido apegadas a la Constitución, afirma
INE analiza propuesta de Taddei para secretaría Ejecutiva; candidata está señalada por malversación de fondos
Umberto Eco, el filósofo, lingüista periodista, profesor y autor de la novela de largo alcance En el nombre de la rosa, nos dejó hace un par de días. Su relación con el deporte y el futbol fue siempre controversial. Particularmente creo que fue voluntario el dejar esa estela de curiosidad y conceptos mordaces en un país en el que este deporte es una mezcla entre religión e industria. A Eco le llevó su padre a los estadios, lo calificó de “razonable y constante” en la descripción como aficionado. Y no le molestaba el juego en sí mismo, sino el que el público dejara de atender temas prioritarios para mejorar sus vidas en asuntos políticos y sociales. Enemigo del pan y circo, le daba dolor de estómago el comprobar que la gente perdía la capacidad de ver lo que en realidad ocurría en un juego por culpa de esa ceguera que tienen los fanáticos de hueso colorado. Y claro, cuando el asunto llegaba a la violencia, a Eco le daban ganas de vomitar. Pero parece que también tuvo problemas personales con el balón desde la infancia. Con esa ironía y humor que solo tienen los genios, llegó a responderles a quienes le reclamaban esa resistencia para el futbol. Esto escribió en un artículo para la prensa italiana que se titulaba El Mundial y sus pompas:
“Muchos lectores, recelosos y malignos, al ver el distanciamiento, fastidio y, digámoslo, mala intención con que trato aquí el noble juego del futbol, albergarán la vulgar sospecha de que yo no quiero al futbol porque el futbol jamás me ha querido a mí. Es decir, creerán que he pertenecido a esa categoría de niños o adolescentes que lanzan dentro de su propia portería o, en el mejor de los casos, lo pasan al adversario, cuando no lo mandan, con tenaz obstinación, fuera del campo, más allá de setos y vallas, perdido en cuevas y arroyos o ahogado entre varias fragancias en el carrito de los helados, de modo que sus compañeros no lo quieren consigo y lo excluyen en ocasiones agonísticas más alegres. Ninguna sospecha habrá sido nunca más lúcidamente cierta”.
Con la gracia de Totti para eludir rivales y la contundencia de Schilacchi en el Mundial del noventa, Umberto Eco contestaba con esta gracia que sacudía conciencias cuando le preguntaban por la “pasión” futbolística:
“Debo aclarar que, en realidad no tengo nada en contra de la pasión futbolística. Al contrario, la apruebo y la considero providencial. Esas multitudes de hinchas apasionados segados por el infarto en las graderías; esos árbitros que pagan un domingo de celebridad exponiendo su persona a graves injurias; esos excursionistas que descienden ensangrentados del autocar, heridos por los vidrios rotos a pedradas; esos festivos mozuelos que, borrachos, recorren por la tarde las calles, asomando su bandera por la ventanilla del Fiat cinquecento sobrecargado y se estrellan contra un poste; esos atletas destruidos sicológicamente por lacerantes abstinencias sexuales; esas familias arruinadas económicamente por ceder a insanas reventas en el mercado negro; esos entusiastas cegados por el estallido de un petardo celebratorio me llenan de alegría el corazón”.
Eco cataloga al futbol como una neurosis de la cultura, sin explicación razonable ni cura. No hay tratamiento para los que caímos en sus efectos, dice. Esa es la dicha y maldición del aficionado al futbol, según recoge Peter Pericles en “Umberto Eco y el futbol”.
Dice el italiano que el futbol es también una sicopatología del deseo reprimido:
“Los espectadores, la mayoría, se comportan exactamente como cuadrillas de maníacos sexuales que fueran, no una vez en la vida, sino todos los domingos, a Ámsterdam para ver cómo una pareja hace, o finge hacer, el amor”.
Y pese a todo, lo invita L’Espresso a comentar el Mundial de Italia 90. Otra vez la ironía y dardos envenenados:
“Soy tan partidario de la pasión futbolística como lo soy de las carreras, de las competiciones de motociclistas al borde de los precipicios, del paracaidismo desatinado, del alpinismo místico, de la travesía de los océanos en botes de goma, de la ruleta rusa y del uso de drogas. Las carreras mejoran las razas, y todos estos juegos que acabo de enumerar conducen afortunadamente a la muerte de los mejores y permiten que la humanidad continúe tranquilamente con sus vicisitudes con protagonistas normales y medianamente desarrollados. En cierto modo estaría de acuerdo con los futuristas en que la guerra es la única higiene del mundo, con una pequeña corrección: lo sería si se consintiera que participaran solo los voluntarios. Pero, desgraciadamente, la guerra también implica a los renuentes, y en este sentido es moralmente inferior a los espectáculos deportivos”.
Hace cantidad de metáforas entre el futbol y la guerra en su haber. Gambeteando lo políticamente correcto, deja claro cada vez que puede que su fobia está con los fanáticos: “Y cuando los seguidores del Liverpool lleguen en masa, lo celebro, porque entonces me puedo divertir leyendo las crónicas deportivas. Si tenemos que tragar con los espectáculos circenses, al menos que haya algún derramamiento de sangre”.
Pero según sus más cercanos, lo que verdaderamente irritaba a Eco de la relación futbol-masas, era esa ausencia para tratar temas más trascendentes en otros ámbitos. Con la visión de Andrea Pirlo, perforaba conciencias que no le escuchaban en pleno Mundial cuando Maradona le mentaba la madre a Codesal, y sentenciaba:
“En vez de juzgar la actuación del ministro de Economía, la gente se pregunta si el partido final decisivo será resultado del azar, del la prestancia atlética o de alquimias diplomáticas”.
En términos generales, para Umberto Eco el futbol es una metáfora. Lo describe como un tema y vehículo para interpretar los matices y excesos de la fascinación humana con ideales, a los que la cultura convierte en obsesiones por las celebridades del deporte. Desde su óptica, es más que un juego; es un sistema de signos que codifica las experiencias y le da significados a distin-tos niveles.
Nunca deja de hacer ver su gusto por el juego, pero cree que es más importante dejar un legado de conciencia y despertar entre los enfervorizados. Se le agradece sin duda.
Twitter: @Javier_Alarcon_