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La figura de la revocación de mandato ha ganado popularidad en nuestro país, gracias al hartazgo social que existe hacia los políticos por su incapacidad para ofrecer resultados para los problemas que padecemos y, desde luego, por la impunidad de los cada vez más agraviantes actos de corrupción. La revocación de mandato es una consulta a los ciudadanos que ofrece la oportunidad para remover de su cargo a una autoridad antes de que concluya el periodo para el que fue electa. Es un instrumento para que los ciudadanos participen no sólo cada tres años, emitiendo su voto en las urnas, a fin de ejercer cierto grado de control sobre el desempeño de los representantes electos popularmente. Es una fórmula que naturalmente puede ser utilizada como arma política de grupos opositores, como pretende serlo hoy en Venezuela, pero también puede ser auspiciada por el propio gobernante, como lo hizo Hugo Chávez en 2004, para allegarse de un respaldo popular adicional, es decir, como una ratificación de su mandato. Se trata de una herramienta con múltiples aristas que debe ser reglamentada con mucha precisión para que efectivamente sea una palanca para fortalecer el escrutinio de la población sobre sus representantes populares.
El atractivo participativo de la revocación de mandato explica que desde antes de que se instalara la Asamblea Constituyente en la Ciudad de México, estuviera claro que una de las grandes novedades de la Constitución sería incluir en el texto además de las fórmulas de democracia directa ya existentes como el referéndum, el plebiscito, las iniciativas y consultas populares, la revocación de mandato.
Apenas una semana después de promulgada la Constitución de la CDMX, el jefe de la Delegación Cuauhtémoc, Ricardo Monreal, anunció su decisión de someterse a la revocación de mandato prevista en el artículo 25º del nuevo ordenamiento. En sendas entrevistas, Monreal declaró que pondría a consulta su permanencia en el cargo para cumplir con una de sus promesas de campaña y para responder a una demanda de parte de sus electores (sic). Planteó también su disposición a acatar los resultados, aún cuando no se cumplieran los porcentajes de participación exigidos por la Constitución para hacerlos vinculatorios. En un acto típico de demagogia, ofreció que aunque participara menos del 40% de los registrados en la lista nominal de la delegación que encabeza y aunque los que estuvieran a favor de la revocación fueran mayoría sin llegar al 60% de los votos emitidos, él se separaría del cargo. Su declarada voluntad de ir más allá de las disposiciones constitucionales para demostrar su vena democrática, no puede sino generar suspicacias sobre sus verdaderas intenciones. Es evidente que no aspira a es ser destituido, sino a ser ratificado, en primer lugar porque el mandato constitucional establece que no es el gobernante, sino los ciudadanos, con el 10% de los inscritos en el listado nominal, los facultados para solicitar que una autoridad se “vaya a su casa”. Al pretender ser el convocante, el jefe delegacional apuesta a que quienes se pronuncien sean básicamente aquéllos a los que puede movilizar a su favor, sobre todo considerando que la participación ciudadana en la CDMX suele ser muy baja cuando no es para elegir representantes. Basta ver la muy elevada abstención en las consultas para el presupuesto participativo, por ejemplo, o incluso la de la elección de los propios diputados constituyentes que alcanzó el 72%.
En un contexto de escepticismo por las consultas, en una entidad como la Ciudad de México en donde Morena le disputa ya la hegemonía política al PRD, una convocatoria como la pretendida por Monreal, va en demérito del potencial democrático de la revocación de mandato y sólo puede comprenderse como un método para sustentar ambiciones políticas.
Académica de la UNAM.
peschardjacqueline@gmail.com