Jesús Hermida murió la semana pasada en su retiro de la sierra madrileña donde cultivaba recuerdos mientras escuchaba versos de Machado, luz de su ceguera que terminó siendo total.

Su paso por el periodismo español, impreso o hablado, aportó dos valiosos elementos a la nueva especialidad de la información, la televisada: una gran cultura y un estilo personal, sello de sus trabajos, sobre todo la temporada larga en que fue corresponsal de Televisión Española en Nueva York. Lo fue también de Televisa cuando en 1970 empecé el noticiero 24 Horas y creamos la red de corresponsales extranjeros.

La amistad y el oficio nos juntaron en acontecimientos tan diversos y hasta contrastantes como la elección de Richard Nixon (donde nos conocimos) y el dramático fin de su presidencia. El camino del triunfo y el despertar de la pesadilla. En este epílogo transmitimos desde Washington, Jesús a España, yo a México, cuando las ondas sísmicas iniciales no presagiaban que una semana después alcanzarían su máxima expansión y un nuevo presidente estaría al mando del país más poderoso del mundo.

Los dos testigos de una historia asombrosa decidimos, al concluir las transmisiones directas, descansar escribiendo un libro, mezcla de los acontecimientos públicos con las tribulaciones íntimas de dos reporteros en acción, sumergidos día y noche durante una semana a recolectar y difundir desde el ojo del huracán los hechos insólitos que acaparaban la atención universal.

Nos dividimos el trabajo para ahorrar tiempo y entregar el relato que con el título de “5 días de agosto” (Organización Editorial Novaro, S. A. 1974. 300 págs.) saldría publicado unas semanas después. Los 5 mil ejemplares de la primera edición se vendieron con la tinta fresca.

“A modo de obertura” los autores redactaron un texto que termina así: Agrupar aquello que hicimos o dijimos, lo que hicieron o dijeron, torbellino de palabras y apuntes e imágenes que dieron a parar, luego, todos ellos, a la pantalla de 24 Horas y, también lo que por prisas o por necesidad, se nos quedó en el tintero. Dejaremos constancia, ahora, de que la idea fue unánime, veloz y temerariamente aprobada, y ojalá los señores de la ONU se dieran en aprobar sus resoluciones la mitad del apuro que con la nuestra nos dimos. Luego, ya metidos en la faena, nos entraron, quizá, dudas como las del que decide echarse a la piscina y sabe que el agua esta muy fría. Pero ya se dice en alguna parte: “Lo escrito, escrito está”. Y, también, “quien no se arriesga no pasa el río”. Los periodistas reconocen, de antemano, que este río es más arroyo que corriente, más de pedregal que de valle, más subsidiario que principal. Así y todo se consuelan o se hacen una vana ilusión: que ninguna agua se crea ni se destruye y hasta las más pequeñas gotas van, también ellas, a la plenitud de los mares.

De eso se trata: si alguien pretende encontrar aquí una historia exacta, notarial, sesuda, profunda y definitiva de lo que fueron esos cinco días de agosto, los periodistas piden mil perdones y recomiendan otras fuentes de mayor sabiduría. Si alguien, por matar el tedio de una hora o simple curiosidad, no tiene inconveniente en repasar un “collage” de lo que ocurrió, de cámaras adentro y cámaras afuera, entre el lunes 5 y el viernes 9 de agosto de 1974, esa oleada que se llevó a Richard Nixon y con él tantas cosas por delante, tal vez pueda detenerse un rato con nosotros. Lo que contamos es más impresionista que figurativo, más boceto que dibujo, más balbuceo que discurso, más paréntesis que oración, más instantánea que retrato. La pintura o la obra pueden ser hechas y lo serán, sin duda, por otros a los que brindamos, desde ya, la ganga de estas pinceladas con la esperanza de que alguien, tal vez, pueda sacar alguna mena y la convierta (los dos somos optimistas por naturaleza) en simple nota al pie de una página donde se cuente la historia verdadera.

Algo más, muy breve, antes de terminar. Nadie pretende curarse en salud, pero practicar un poco de humildad, aunque sea involuntario simulacro, es como las vitaminas; hasta los más sanos deben tomarlas de tiempo en tiempo: la narración es apresurada y, si el estilo es el hombre, entonces nuestro estilo es un tren expreso que circula a toda velocidad por un carril en malas condiciones. La técnica de contar cosas nuestras como si fueran de otros no es nueva y resulta, al fin, el recurso fácil y compromisario de los que no saben o no tienen tiempo de inventar un género nuevo.

Quede la tarea, con mucho gusto, para otros más ilustres escribanos.

J.H. y J.Z.

Hasta mañana, Jesús, mañana será otro día.

Y la paz.

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