El pasado domingo 15 de noviembre develamos una placa afuera del palco 35 de la Plaza México para recordar que Jacobo Zabludovsky presenció ahí decenas de corridas a lo largo de más de 40 años. Estuvo presente su viuda Sarita Nerubay. Con base en su enseñanza de realizar un periodismo sin prolegómenos, ni ambages, ni lugares comunes, tratamos de ser concisos al platicar cómo aquel niño de ojos zarcos que Jacobo fue, se aficionó a los toros desde la primera vez que ‘El Maistro’ Celis, el portero de la vecindad donde vivía en el barrio de La Merced, lo llevó a una corrida en El Toreo de la colonia Condesa. A partir de ese momento, Zabludovsky nunca abandonó ni negó su afición a los toros y siempre brindó espacios para difundir la información taurina en la televisión.
Entre los asistentes al sencillo acto, en un principio no distinguí a un hombre de estatura media, con bigote entrecano, lentes oscuros y una chamarra con el logotipo de Televisa. Era nada menos que Rubén Olivares. El inconmensurable ‘Púas’ quiso rendirle homenaje al conductor de 24 Horas. Las entrevistas de Jacobo a Rubén se hicieron más famosas cuando las parodiaron ‘Los Polivoces’. Jacobo disfrutaba mucho y aprobaba con una sonrisa las muy bien logradas imitaciones a cargo de Eduardo Manzano y Enrique Cuenca. Todavía un mes antes de su fallecimiento, le mostré a Jacobo en la pantalla del teléfono la simpática sátira de aquellos diálogos chispeantes en los que el icónico periodista aparece con unos audifonotes y ‘El Púas’ lo convence de abandonar el noticiero y acompañarlo a la cantina más cercana.
Después de la develación de la placa, Rubén me pidió ver la corrida de esa tarde desde el callejón del coso de Insurgentes. Disfrutó mucho el ídolo en compañía de su hijo del mismo nombre. Durante el festejo, corrió alegremente el espumoso elixir de cebada. Tener al ‘Púas’ ahí tan cerca me hizo recordar su brillante carrera y su enorme popularidad. Púgil de vida disipada, pecaminoso del ring, mezcló humos de triunfo con espuma de cerveza. Auténtico ídolo del pueblo que rinde apasionado tributo a sus héroes, el carismático ‘Púas’ se vio desbordado por una fama construida en el gimnasio sórdido, la arena pestilente, la pulquería vaporosa y la entrevista de color. Nadie está preparado para manejar la condición de celebridad y Rubén no fue la excepción: le faltó ‘punch’ para vencer tentaciones que consiguieron desviarlo del camino deportivo. Su público indulgente, antes que censurar su rebeldía, le sacó licencia para circular libremente por cantinas y tugurios, entre palabrotas y retruécanos empapados de alcohol.
No obstante que era dueño de extraordinarias cualidades boxísticas, se dejó distraer por los amigotes advenedizos que, al calor de finales felices de brazo
levantado, levantaron a la vez su copa y acabaron bebiéndose un triunfo que no era suyo, saqueándolo impunemente.
Como peleador creó siempre una gran expectación. Durante el intercambio de golpes, las porras lo impulsaban a tumbar al contrincante con verdadero entusiasmo. Al producirse el nocaut, el júbilo invadía los corazones y el festín se prolongaba durante meses hasta el inicio de los entrenamientos para la siguiente pelea.
Retirado de los encordados, lo llevaron al cine para agasajarse con voluptuosas mujeres y chacotear el diálogo alburero. Dos o tres películas sirvieron para afianzar su popularidad, así se desvirtuara su verdadera vocación: boxear. Olivares fue foco de indisciplina, pero también lámpara de idolatría, clamor de barrio victorioso.
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