Y regresó la magia. Después de su inolvidable faena a “Peregrino” de Teófilo Gómez en diciembre pasado, Morante volvió a estremecer al público capitalino con otra pieza antológica ante un toro de la misma ganadería, esta vez un castaño, el domingo anterior en la Plaza México. La magia… y el privilegio de vivir en 2017 para verlo torear.
El esteta sevillano, antítesis del toreo utilitario que pasa como una exhalación sin que nadie lo recuerde, hizo fluir el torrente de su arte con una tauromaquia de profunda interioridad, que emerge desde lo más recóndito de su ser, entrando en definitiva en el alma de los aficionados mexicanos. Decir que tiene capacidad frente a los toros —lo cual es un hecho inobjetable—, resulta demasiado técnico y frío. Lo suyo es un talento sin parangón, el virtuosismo, la pincelada milagrosa, la llama genial.
Este torero de culto no arma las faenas como un fabricante; le brotan. En la del domingo último rezumó gracia y torería, revestido el trasteo de una enorme personalidad. Hubo pases profundos con duende y una colección de detalles como el recorte a cuerpo limpio metiéndose en el viaje del toro para ponerlo ante la muralla del peto, el molinete repajolero con danza de pies, el muletazo pasando la franela por el costillar de afuera o el abaniqueo final, proyección de oleadas rojas delante de los ojos del atónito animal.
Dentro de la intensa emoción que nos hizo volver a sentir, Morante —en cada tarde un creador— se reinventó, pintó con colores desconocidos, improvisó sobre la marcha y abrió el venero de los brotes de la inspiración.
Disparate. Se dice con malicia que existen espectadores poco conocedores que no saben distinguir entre una vaca y un toro. Qué más da, mientras vayan a la plaza y pasen la voz de la grandeza del toreo. Pero lo verdaderamente grave es que un juez, que se supone conoce de tauromaquia y sabe analizar el comportamiento del rey del espectáculo, no sepa diferenciar entre un toro bravo y uno manso.
El domingo de marras en la Plaza México, el quinto de la ganadería de Teófilo Gómez no dio pelea de bravo, fue distraído, se rajó en el último tramo de la faena, buscó el refugio de las tablas y careció de raza. De no haber sido por el extraordinario poderío de “El Juli”, esos defectos hubieran sido todavía más notorios.
Sin embargo, ¡el juez Jorge Ramos lo galardonó con la vuelta al ruedo! Semejantes disparates, que provienen de un diagnóstico fallido de la conducta de los toros, no hacen sino confundir a los aficionados y abaratar las premiaciones en el coso más grande del mundo. ¡En manos de quién está el biombo! Vuelta al ruedo a un toro descastado, ¡en dónde se ha visto!
Los jueces de la Plaza México deberían aprender a analizar correcta y exigentemente el juego de los toros, obligación elemental de quienes presiden festejos.
heribertomurrieta65@gmail.com