Más Información
PAN no se va a prestar a venganzas en Sección Instructora, señala Germán Martínez; se deslinda de dichos de Hugo Flores sobre juicios políticos
Se registran 450 muertes maternas en México durante 2024; hemorragias, hipertensión y parto son las principales causas: SSa
Antes de que mañana viernes salga a la venta mi nuevo libro ‘La década inolvidable, el futbol mexicano en los años setenta’, que contiene 173 fotografías de aquella época entrañable y artículos de Roberto Gómez Junco y Héctor Huerta, quisiera compartir con ustedes un fragmento del texto con el que doy inicio a la publicación:
Haber nacido en 1965 me permitió llegar justo a tiempo a la cita con la afición al futbol en los años 70. Bendito ‘timing’, porque fue una década entrañable de grandes jugadores nacionales y extranjeros, entrenadores, directivos y cronistas, en la que el romanticismo sopló su último aliento y todavía existía el amor a la camiseta. Excelente marco para aficionarse al deporte más maravilloso.
La niñez es la candorosa etapa donde todo es nuevo y no hay prejuicios. Toda información es desconocida y nuestros sentidos no ponen filtros para captar las cosas que nos rodean. Las primeras aficiones brotan con gran fuerza y se afianzan tan sólidamente que se quedan para el resto de la vida. Cada cosa se percibe con sus colores originales; todo se absorbe y se asimila. Claro que los padres tienen que ver con nuestros gustos –nos los transmiten— y hay que agradecerles que nos hayan llevado por primera vez al Estadio Azteca.
Al entrar al enorme coliseo de la mano de mi padre, me quedé impresionado. Tuvo que haber sido un domingo de 1972. Atlante contra Atlético Español. El Azteca es más grande cuando está semivacío. Nos ubicamos a la altura de un tiro de esquina del lado sur. El sol implacable del mediodía bañaba las desoladas tribunas y abrillantaba el verde del campo de juego. Seguro mi padre me predispuso porque cuando saltaron a la cancha los jugadores vestidos de azul y grana, sentí una enorme emoción.
Los fieles porristas del Atlante llevaban un tambor que retumbaba en el techo de acero del coloso y uno de ellos hacía sonar un clarín de órdenes, del que salían unas notas agudas y entrañables que daban pie a esa oda a la onomatopeya que es el ‘Siquitibún’, gritado a todo pulmón. Los integrantes de aquella porra atlantista eran de armas tomar y un día de bronca patentaron esta amabilísima arenga: “Les guste o no les guste, les cuadre o no les cuadre, el Atlante es su padre, y si no, ¡chinguen a su madre!”. Obsesión intolerante por el dominio, proyección del carácter del barrio, reto implícito para las trompadas.
El futbol en los años 70 naturalmente era un negocio, pero no la gigantesca industria de la actualidad. Los uniformes no portaban marcas comerciales y en las camisetas lucían, grandes y solitarios, los escudos de los equipos. Los sueldos de los jugadores no eran ni remotamente estratosféricos, como lo son hoy en día. Algunas canchas eran disparejas y tenían el pasto algo crecido. El césped de las áreas chicas se desgastaba o se enlodaba fácilmente con los movimientos de los porteros. Cuenta la leyenda que en Zacatepec regaban el terreno de juego minutos antes de los partidos para que la vaporización “matara” a los visitantes.
En esa época, muchos futbolistas jugaban desfajados y con las medias caídas. Tiempo después, la FIFA los obligaría a meterse la camiseta por debajo del short, levantarse las calcetas y usar espinilleras. Los arqueros utilizaban rodilleras y llevaban simples suéteres tejidos que llamábamos “sudaderas”. Los uniformes eran de tela gruesa. Algunos árbitros estaban pasados de peso y rayaban en la obesidad. Nada que ver con el fenotipo de los atléticos silbantes de la actualidad. Acostumbrábamos decir que había que “bajar” a defender y “subir” a atacar. El portero se encargaba de “parar”.
La próxima semana les compartiré otras reflexiones setenteras.
heribertomurrieta65@gmail.com