Esta ha sido, o parecido, la campaña electoral más larga de la historia moderna de Estados Unidos. Sucia, agresiva, cargada de mentiras y medias verdades, con dos candidatos que son más impopulares de lo que son populares, en los que la mayoría de los ciudadanos no confía.

Hillary Clinton y Donald Trump le han asestado un golpe peor al sistema estadounidense que el de cualquier terrorista o fundamentalista islámico. Han devaluado la ya de por sí dañada imagen de los políticos, provocado el rechazo o al menos el escepticismo de muchos al proceso electoral, y sembrado la semilla maligna del odio y el desprecio al contrincante, a quien piensa u opina diferente, a quien es diferente.

Escribo este texto conforme van llegando en rápida sucesión los primeros resultados extraoficiales de las elecciones. Conforme avanza el conteo aumentan las probabilidades de que Donald Trump logre dar la gran sorpresa. No obstante todas las encuestas, los pronósticos, las apuestas, el multimillonario neoyorquino está consumando la hazaña que hace un año y medio parecía impensable, ridícula incluso.

Considerado por muchos un bufón, un payaso, Trump resultó ser un personaje capaz no sólo de atrapar la atención y fascinación mediática, sino de comprender el estado de animo de una sociedad harta del aumento de la desigualdad, del estancamiento de la alguna vez legendaria movilidad social estadounidense.

Gane o pierda, y no lo sabremos hasta muy entrada la noche, si es que no hay recuentos o reclamaciones e impugnaciones, Trump ya transformó para siempre el tejido social y electoral de su país. Dio voz a un segmento —que creíamos marginal— de la población que coincide en su provincialismo, xenofobia, racismo y misoginia, que cree que el origen de sus males está no en su propio retroceso, sino en los avances de los demás, de los inmigrantes, las minorías étnicas, las mujeres. Un sector cuya religiosidad está muy apartada de las escrituras y enseñanzas cristianas y se orienta más hacia el fanatismo y la intolerancia, y que súbitamente ha descubierto que son muchos, que ya no están ocultos, que ya pueden salir de su vergonzante clóset y lograr, incluso, que uno que habla por ellos ocupe la Casa Blanca.

No puedo asegurar a estas horas que la victoria de Trump, sorpresiva, inesperada, ya sea definitiva, pero para cuando usted lea esto, querido lector, tendrá ya los resultados. Parece casi imposible que Hillary Clinton se recupere o que Trump mágicamente pierda la inercia que lo tiene con una ventaja que nadie anticipaba.

Si se confirma la victoria de Donald Trump, tendrá control no sólo del Ejecutivo, sino también de las dos Cámaras legislativas y, al poder nominar al ministro faltante de la Suprema Corte, también del Poder Judicial. Con eso, el magnate irreverente que ha ofendido a medio mundo podría literalmente reconfigurar al sector público, al Estado como él prefiera.

Y difícilmente se le atravesará alguien en el camino, después de la manera en que literalmente despedazó a sus rivales en las elecciones primarias del Partido Republicano. El bully, el bravucón parece haberse impuesto a los buenos modales, a la civilidad relativa del establishment y, si se confirma su victoria, tendrá carta blanca para impulsar muchas de sus iniciativas, incluidas las más descabelladas.

Vienen, para EU, para México y para el resto del mundo, tiempos de tormenta. Sólo queda cobijarse.

Analista político y comunicador
@gabrielguerrac

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