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Como si la situación que viene presentando Venezuela desde hace varios años no fuera delicada, una vez más nos enfrentamos a decisiones políticas de carácter autoritario bajo cuestionables decisiones jurídicas.
No otra cosa es la anulación de las competencias de la Asamblea Nacional de Venezuela y el traspaso que se hace al Tribunal Supremo de Justicia, con lo cual no sólo se cierra el Parlamento venezolano, sino que se da un duro golpe a la débil democracia que pregona Nicolás Maduro.
Ya sea que las competencias de las Asamblea Nacional sean ejercidas por la Sala Constitucional o por el órgano que ella designe, lo que queda claro es que esta decisión dará superpoderes al gobierno de Maduro en detrimento de la división de poderes, de los ideales de libertad, igualdad y buen gobierno, que fueron el sustento de los movimientos sociales décadas atrás.
El rompimiento del orden constitucional relega aún más las posibilidades de un acuerdo pacífico, desaira los llamados internacionales que por tanto tiempo han querido contribuir a la búsqueda de una solución mediante el diálogo, que logre un entendimiento político.
El panorama no puede ser peor para una nación donde hay una economía por el suelo, una inflación incontrolable, donde productos como el papel higiénico, la leche, el aceite, el pan y el café, entre otros, son escasos. Mientras que el gobierno atribuye esta situación a un boicot de la oposición y a actores internacionales, los opositores al gobierno consideran que es una consecuencia de políticas como el control de precios, de cambios y otras que ahuyentan las inversiones.
Pero no son sólo los inversionistas los que se han ido, también el apoyo y reconocimiento político de los varios países de América Latina y el Caribe; muestra de ello es el interés de la Organización de Estados Americanos (OEA) de activar la Carta Democrática Interamericana para acordar la suspensión temporal de Venezuela como Estado miembro, del ejercicio de su derecho de participación en este organismo.
Lo que pasa en Venezuela no nos puede ser ajenos, porque nos ha tomado muchas luchas y muchos muertos poder consolidar procesos democráticos como región. Los autoritarismos —sean de derecha, sean de izquierda— no han hecho otra cosa que destruir vidas, derechos humanos y civiles. En un momento en donde el nuevo gobierno de Estados Unidos crea discursos y acciones de odio, de intolerancia, de agresión hacia nuestros países y ciudadanos, no podemos avalar que en nuestra región haya actores políticos y gobiernos que alimenten esas mismas visiones de mundo desde aparentes ideologías diferentes.
Lo que ocurre en Venezuela es la manifestación arrogante de un poder que, temeroso, destruye la convivencia política, empobrece el diálogo, alimenta odios, venganzas, desata ira social y promueve la violencia. No es difícil suponer que la polarización aumentará el descontento y, con ello, la confrontación popular. Ensangrentar un país, llevarlo a la miseria y su autodestrucción no han sido ni pueden ser, los ideales de los movimientos políticos y sociales que se sustentan en ideas socialistas y menos en el siglo XXI.
Investigador CIALC-UNAM