Un día como hoy, 31 de marzo, nació Octavio Paz. Mucho se escribirá siempre para recordarlo, pero ahora quiero recordar otro día, el 12 de noviembre de 1977, cuando Paz comenzó su curso anual en El Colegio Nacional, en la calle de Luis González Obregón, en el centro de la Ciudad de México. Ese año decidió dedicar su curso a Xavier Villaurrutia, a través de una serie de conferencias que más tarde se convertirían en un hermoso y breve libro: Xavier Villaurrutia en persona y obra. Para entonces Paz tenía 63 años y en sus apariciones públicas ya comenzaba a evocar con cierta nostalgia sus años juveniles, sus largas estancias en el extranjero y el testimonio de los amigos y los libros que habían marcado su vida y su poesía. Yo tenía 17 años, pero por alguna razón que atribuyo ahora a uno de los demonios de los que hablaba de vez en vez Paz que nos llevan a la literatura, a la música y a la pintura, estaba ahí. Por cierto, los periodistas, hay que aclararlo, tienen sus propios demonios. Sus cursos anuales eran muy esperados por todos los que éramos sus devotos, pero también hacía posible que en los asientos del Aula Mayor, coincidieran en la lección inaugural Alejandro Rossi, Juan García Ponce (quien ya asistía en su silla de ruedas), Ramón Xirau o Teodoro González de León. Al año siguiente, a mitad de una sesión de su siguiente curso, interrumpió la lectura y dijo: “Los fantasmas del México antiguo tienen formas muy extrañas de enviarnos sus mensajes… ¿qué les parece si vamos con el arqueólogo Eduardo Matos a ver el monolito de piedra que encontraron los trabajadores de la compañía de luz?” Y así, súbitamente suspendido el curso, un grupo de no más de veinte afortunados caminamos con Paz, su esposa Marie Jo y el doctor Matos Moctezuma a ver a la Coyolxauhqui aún parcialmente enterrada, a través del espacio abierto de un registro de luz sobre la calle de Guatemala.
La primer sesión del curso sobre Villaurrutia se convertiría en el primer capítulo de su libro que tituló: Xavier se escribe con equis. En él, Paz habla de su juventud y de la vida en México a mediados de los años treinta; de su relación con los poetas del grupo “Contemporáneos”; de las célebres tertulias del Café París y de las publicaciones y proyectos que surgieron a partir de largas conversaciones de café (la revista El Hijo Pródigo, la controvertida antología poética Laurel) y, particularmente, de su relación con Xavier Villaurrutia, una relación literaria que sin duda marcó a Paz y que muchos años después lo conmovía, como conmovía al increíble pequeño grupo de asistentes al viejo edificio de El Colegio Nacional, aún no restaurado como está ahora. Un Paz amable, lleno de anécdotas, incluso bromista, hablaba de Novo y sus corbatas, de Cuesta, de Gorostiza y de los escritores del exilio español, de Bergamín hasta León Felipe; de la nueva generación de escritores a la que él pertenecía, de rebelión y de revelación y, al hablar de Xavier decía que: “Al inclinarse sobre la complejidad de las sensaciones y las pasiones, descubrió que hay corredores secretos entre el sueño y la vigilia, el amor y el odio, la ausencia y la presencia. Lo mejor de su obra es una exploración de esos corredores.” Casi al terminar la primera sesión, con emoción contagiosa leyó, sosteniendo un poco nerviosamente las hojas y entre mirando a los asistentes: “Villaurrutia (…) me enseñó que la lectura de un poema no se hace sólo con los ojos sino con todos los sentidos y con el entendimiento. Las palabras, además de significado, tienen peso, color, sabor, olor. Tienen, sobre todo, sombras, ecos: con ellos el poeta erige instantáneas esculturas”.
Ahora, tantos años después de esos cursos, por fortuna sobreviven los ecos de su voz, en acervos sonoros extraordinarios, como ese de su curso sobre Villaurrutia en El Colegio Nacional en 1977. Pero hay muchas más: Paz leyendo su hermosísimo poema “Primero de enero”, Paz leyendo a Apollinaire, Paz leyendo su poema mayor Piedra de sol. Paz leyendo “Viento, agua, piedra”. Paz entrevistado en los años sesenta por Carlos Monsiváis o hablando en París sobre Marcel Duchamp. Paz hablando de El laberinto de la soledad. O un prólogo poético sobre un libro de José Lezama Lima: Refutación de los espejos. Esos acervos están esperando ser escuchados por una nueva generación de lectores que pueden encontrarlos fácilmente entrando, sencillamente, a la página de internet de la Fonoteca Nacional, en cuya sede, la Casa Alvarado de Coyoacán, vivió Octavio Paz los últimos meses de su vida. Su memoria, junto con su obra, nos acompañan diariamente en la Fonoteca Nacional.
También aquellos que recuerdan con emoción esos cursos, podrán regresar a escucharlos e igual que yo recordarán como Paz dijo, en un momento de ese gran curso: “Villaurrutia me iluminó”. Yo sigo iluminado por esa memoria en todos nuestros acervos.. Escúchelos usted. Descúbralos urgentemente: no se va a arrepentir.
*Director General de la Fonoteca Nacional
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