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La cancillería mexicana ha informado que, en el marco de la reunión del G20, el presidente Enrique Peña Nieto sostendrá una reunión con su homólogo estadounidense Donald Trump.
Quisiéramos pensar que será un encuentro terso, un espacio para que los dos presidentes hablen de lo que comparten: su visión de que sus gobiernos van de maravilla pese a las protestas en las calles y a las abrumadoras críticas en los medios de comunicación.
Pero dados los antecedentes del pendenciero ocupante de la Casa Blanca -sumados al trato tibio, para decir lo menos, que ha dado a Trump el gobierno mexicano- dudamos que así sea.
Más tardó el titular de Relaciones Exteriores, Luis Videgaray, en anunciar que se trabaja una agenda que “ se dará a conocer en su oportunidad ” que Trump en soltar temas de la misma. Claro, para él no se trata de una agenda bilateral sino de ocurrencias o propuestas de su gobierno que deben ser acatadas por México sin chistar.
Trump ha informado al mundo que su gobierno ya tomó la decisión de construir un oleoducto entre Estados Unidos y México, que pasará por debajo del muro con el propósito de traer a nuestro país hasta 108 mil barriles diarios de petróleo.
El sucesor de Obama dijo también que aprovechará su reunión con Peña “ para comentar ” la decisión de su gobierno, con lo que dio a entender que no es algo negociable.
Es un anuncio extraño, aunque ya nada debería sorprendernos de la trumpiana retórica. Y es extraño porque si nos atenemos al documento Prospectiva de Petróleo Crudo y Petrolíferos 2016-2030, de la Secretaría de Energía, México no busca importar sino lo contrario. En el citado documento se establece la meta de aumentar la plataforma exportadora del país de un millón de barriles al día –cifra actual- a 2.3 millones hacia 2030.
Al menos esa fue una de las cuentas de vidrio que nos ofreció la reforma energética.
Lograr la meta señalada, sin embargo, implicaría aumentar la producción de los 2 millones de barriles por día actuales a cerca de 4 millones en 2030. ¿Seguimos con esa meta? Esto deberían responder el secretario de Energía y otros responsables del sector.
La reforma energética centra sus perspectivas en la importación de productos petrolíferos más que en su producción nacional. Por ello, en todo caso lo que más convendría a Estados Unidos sería la construcción de poliductos que pudieran transportar productos terminados y no materias primas. A menos, claro, que estemos frente a la realidad que siempre negaron: que la reforma energética serviría sólo para hacer grandes negocios privados, no aportaría nada a nuestra soberanía energética y, por ende, terminaríamos comprando petróleo crudo a Estados Unidos, como hoy importamos maíz para las tortillas.
Un ingrediente adicional en este entuerto es que Trump habla de un oleoducto, cuando las cifras nos indican que lo que sí requiere nuestro país es gas natural (tan es así que ya están en construcción gaseoductos que conectan a ambos países).
Nada nuevo bajo el sol en el mundo de la llamada “integración energética” de América del Norte, ese otro nombre del fin de México como país petrolero para convertirse en un apéndice consumidor del vecino del norte.
Para Estados Unidos es una estrategia de ganar-ganar. Las petroleras que celebraron que Trump decretara el fin de la lucha contra el cambio climático serán las beneficiarias del millonario negocio, además de que la desigual relación que sostenemos con Estados Unidos tendría un nuevo riesgo, y mayor: que frente a cualquier contingencia política o social el proveedor decidiera cerrar las válvulas del oleoducto.
Es evidente que en este tema, como en muchos otros, Trump aprovecha la debilidad negociadora de México, mientras el gobierno de Peña parece no hacer nada para fortalecer una política propia, quizá en su afán de presumir algún tipo de acuerdo con el gobierno del republicano, como sea y al precio que sea.
En esa ruta nos coloca, a guisa de ejemplo, el reciente acuerdo en materia azucarera. Con el peregrino argumento de que el resultado pudo ser peor, México tuvo un mal acuerdo y exhibió su debilidad negociadora en el momento más crítico: la inminente renegociación del Tratado de Libre Comercio.
México tiene recursos suficientes para asegurar su soberanía energética en el largo plazo. Sin embargo, los gobiernos del neoliberalismo han hecho todo lo posible por desmantelar la capacidad productiva del país, mientras saquea a Pemex y mantiene a su corrupta burocracia sindical.
Con la reforma energética apostó a que el desarrollo del sector descansará, fundamentalmente en la inversión privada, lo que de lograrse será en el largo plazo y con beneficios muy cuestionables para el país. A tres años de la reforma no se ha incrementado la capacidad productiva ni hay posibilidades de hacerlo en el mediano plazo, por los pobres resultados obtenidos de las licitaciones de recursos prospectivos que son los únicos que pueden incrementar las reservas existentes y, en consecuencia, la producción.
En materia de producción industrial, no hay ningún proyecto viable para aumentar la capacidad productiva. Las obsoletas refinerías existentes cada vez operan a menor capacidad y la demanda se tiene que abastecer con importaciones de manera creciente.
En ese escenario de peligro resulta preocupante que Estados Unidos pretendiese introducir el tema energético en la renegociación del TLC.
El presidente de la República es criticado dentro y fuera del país por su pésima gestión de gobierno. Su nivel de aprobación es tan bajo que ha roto, para mal, todas las marcas anteriores. Pero no se olvide que, debido a las debilidades de nuestra incipiente democracia, el presidente tiene aún muchísimo poder: por ejemplo, el de entregar lo último que queda de Pemex y convertirnos en importadores de petróleo.