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No soy abogada y no me pasé horas leyendo la totalidad del expediente que integró el Ministerio Público contra Rodrigo Vallejo. Tampoco seguí con detenimiento los argumentos que esgrimió el juez federal para condenar a Rodrigo Vallejo, hijo del ex gobernador de Michoacán Fausto Vallejo, a 11 meses y siete días de cárcel por el delito de encubrimiento. Pero no hace falta, vi los videos en los que Rodrigo Vallejo bebe, platica, bromea y conspira con Servando Gómez La Tuta, líder de Los Caballeros Templarios. Los vi una y otra vez mientras transcribíamos en Punto de Partida su contenido para pasarlo por televisión. Pude observar, como todos los televidentes, la cercanía y la complicidad entre el hijo del gobernador en funciones y el archiconocido criminal. Y por eso, la condena a 11 meses y siete días me parece una burla.
En un país que tiene las cárceles llenas de ladrones de supermercados, de inocentes a los que no les alcanza para pagar un abogado, de presuntos culpables acusados por testigos protegidos, donde la policía puede irrumpir a la mitad de una misa y tratar como criminales a todos los presentes porque supone que ahí está un lidercillo de la zona; en ese país, este hombre que pasó horas confraternizando con un asesino (y asesino de policías), secuestrador y extorsionador sólo es acusado de no haber reportado el paradero de su compañero de tragos.
Todos conocemos la explicación de este desmoralizante sinsentido. Rodrigo Vallejo es parte de los intocables. Porque lo que determina en nuestro país si uno paga o no por los delitos cometidos es cuestión de poder y dinero. Del que disponga uno en lo personal o el grupo o clan al que pertenezca. Y Rodrigo y su padre, y Humberto Moreira y muchos más son parte del círculo al que protege hoy el velo del poder. Lo fue Elba Esther hasta que dejó de serlo, lo sigue siendo Romero Deschamps. Es un manto veleidoso que a ratos cambia y unos quedan desprotegidos por un cambio de gobierno, o caen en desgracia o sirven de ejemplo momentáneo. Por eso hasta cuando se aplica la ley parece injusta.
Pero no nos hagamos, es un arreglo que conviene a Rodrigo y del que se benefician en general todas las élites del país. Los que tienen el teléfono de alguien o a los que les alcanza para sobornos, buenos abogados, fiscalistas o golpeadores. El costo de esa “flexibilidad” de nuestra justicia es altísima: a cambio de posponer la noche que se pasa en El Torito o comprar facturas o recibir y dar moches, gente como Rodrigo, El Chapo, secuestradores, gobernadores y funcionarios corruptos están en la calle.
La igualdad frente a la justicia y la independencia de fiscales y jueces implicaría necesariamente una pérdida de poder de las élites económicas y políticas: tendrían que someterse a la ley. Pero también habría más posibilidades de que vivieran (viviéramos) en una sociedad sin violencia y sin miedo.
Rodrigo es sólo un ejemplo y duele, por revelador y descarado.