En diciembre del año pasado murió uno de mis mejores amigos. No voy a decir nada, ahora y aquí, sobre esa pérdida, sobre ese luto. Hace unos días me telefoneó el hermano de mi amigo; siento viva simpatía por él, pero no tenemos mucho trato. Me dijo que estaba desmontando la casa de su hermano, y que éste había dejado muchísimos libros: una biblioteca de buen tamaño; y como no tuvo hijos, a su hermano le pareció justo que los camaradas cercanos se hicieran con esos volúmenes. Por eso me llamaba: ¿podría ir a la casa uno de estos días, para ver y escoger los libros que quisiera llevarme a mi casa? Le dije que sí, un poco trémulo.

Unos días más tarde, fui a esa visita, de la que no debía salir con las manos vacías, sino llevando bajo el brazo algunas piezas de papel que acompañaron a mi amigo durante largas horas de su vida.

El hermano de mi amigo me contó que ya habían estado allí otros amigos; era una lástima, porque se habían llevado cientos de libros y él hubiera preferido que yo tuviera, como se dice, “la primera opción”. Me refirió un par de cosas sobre su hermano que tenían que ver conmigo y se me hizo un nudo en la garganta: eran huellas del cariño que nos profesamos.

La poesía tuvo un lugar importantísimo, yo diría central, en esa amistad. Mi amigo y yo hablábamos constantemente de poemas y poetas, de versos, de pasajes memorables. Coincidíamos en pocos temas poéticos específicos, pero estábamos plenamente de acuerdo, me parece, en lo fundamental: el lugar axial de la poesía en nuestras vidas, en nuestra experiencia, en nuestra memoria. Por eso fui a su casa con la idea más o menos esquemática de llevarme algunos libros de poesía de su casa, de los estantes de su biblioteca, a la que encontré desarbolada, casi diría desencuadernada.

El hermano me recibió cordialmente y me puse a espigar los libros. Fue una tarea triste y llena de encuentros sorprendentes. ¿Así que este poeta francés del que nunca me habló le interesaba, como quedaba claro por las anotaciones marginales? ¿Y esta antología, de la que nunca me habló pero que evidentemente visitó con asiduidad? Escogí una treintena de libros de poesía y un puñado de obras diversas, novelas, teatro, prosas varias. Pusimos todo en una caja y me despedí del hermano de mi amigo.

Al revisar la extraña cosecha, me asombró darme cuenta de cuántas cosas ignoraba de mi amigo. Ver, examinar esos libros, fue como hacer una especie de radiografía de algunos de sus hábitos mentales. La lectura modela muchos de esos hábitos. Mi amigo leía con fervor, con una pasión a veces avasalladora, le gustara o no lo que leía; lo sé de primera mano porque me decía a menudo: “Leí tal o tal cosa y me puse furioso”, o bien: “Leí esto y estoy absolutamente fascinado”, como si no hubiera términos medios en esas experiencias librescas.

Conservaré esos libros de mi amigo muerto en diciembre pasado con imborrable melancolía.

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