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En el décimo piso de la Torre de la Rectoría, en el corazón mismo de la Ciudad Universitaria, sesionaba el taller poético de Juan Bañuelos (1932-2017). Eso ocurría a fines de la década que comenzó en el año de 1961. Yo formé parte de esos trabajos y siempre sentí el mayor de los afectos por el poeta chiapaneco muerto hace unos días a la edad bíblica de 85 años.
Yo lo consideraba mi maestro. Él y Carlos Illescas fueron decisivos para lo bueno que haya podido salir de mis faenas literarias. Es curioso: yo, chilango empedernido, aprendí enormidades de estos escritores australes (no se les acuse de mis innumerables fallas y déseles todo el crédito por los aciertos). Digo “australes” pero no pienso en el sur profundo de Chile o la Patagonia; sino en el módico sur chiapaneco (Bañuelos) o guatemalteco (Illescas). Tenían personalidades distintas pero en mi memoria forman una especia de diarquía de una generosidad incomparable.
Juan Bañuelos tuvo siempre para sus discípulos la palabra precisa, la que hacía falta: el consejo que llegaba en el momento más necesario, la enmienda que corregiría un rumbo torcido en el verso o la estrofa. Su amor por la poesía se revelaba en cada una de sus observaciones; no quería otra cosa sino transmitirnos ese amor, conseguir que por nuestra cuenta descubriéramos el camino y el fuego. Haber convivido y trabajado con él a lo largo de aquellos meses del “año axial” y del siguiente es uno de los recuerdos más encendidos que atesoro.
Era uno de los “espigos”, una generación tan compacta que luego de publicar dos libros colectivos tuvo por fuerza que dispersarse: no era posible seguir tan unidos como habían estado en los años inaugurales. El papel que con los “espigos” jugó Agustí Bartra, como guía y ejemplo, lo tuvo Bañuelos con nosotros, los miembros imberbes de su taller universitario.
En 1994, a raíz del levantamiento zapatista, volví a encontrarlo. Después del taller del décimo piso, lo veía muy de vez en cuando; nunca volvimos a conversar como en los años de nuestros trabajos en el taller. El movimiento indígena y campesino le había dado una nueva vitalidad a Bañuelos; era un gusto verlo discurrir sobre las posibilidades de lo que sucedía en la Selva Lacandona.
Gracias a Bañuelos conocí a uno de mis ídolos poéticos: el tabasqueño José Carlos Becerra, invitado por él a una de las sesiones del taller. Qué maravilla, en verdad.
Su muerte me entristeció y me hizo revivir momentos de hace medio siglo que están grabados hondamente en mi espíritu. Hay en esas evocaciones porciones grandes de melancolía pero también de exaltación. En todas ellas, Juan Bañuelos es el querido poeta de la palabra llena de cordialidad y de sagaces recomendaciones. “Lee esto, fíjate cómo le hace Neruda aquí, no descuides el oído.”
A algunos les parecerá poco pero con esas materias otros hemos colmado la vida. Y en ella Juan Bañuelos tiene un lugar luminoso.