Christopher Domínguez Michael

Tiempo de reliquias

29/04/2016 |01:04
Redacción El Universal
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Leo que los restos de Pablo Neruda, exhumados en 2013 para averiguar si el poeta fue envenenado por los sicarios de Pinochet, mientras padecía del cáncer de próstata que lo mató oficialmente, fueron velados en el antiguo congreso chileno antes de ser vueltos a enterrar en Isla Negra, esta vez rodeado del calor multitudinario de su gente, como no pudo ocurrir tras su muerte, ocurrida doce días después del asesinato del presidente Allende, el 11 de septiembre de 1973.

Tal parece que los médicos forenses no pudieron averiguar si el gran poeta fue envenenado. Es natural que un ejército, el cual en los días, semanas y años siguientes al golpe de Estado, se caracterizó por su salvajismo, le haya ayudado a la parca, como lo hicieron después, al parecer, con el ex presidente demócrata cristiano Frei Montalva, envenenado en 1982 mientras se sometía a una cirugía menor. Un Neruda vivo, aun agonizante, seguramente asilado en México como era la intención de Echeverría, habría hecho aún más impopulares e ignominiosos a los militares.

El ir y venir de los huesos de Neruda alumbra una de las contradicciones más notables de la sociedad contemporánea. Empeñada en maquillar a la muerte, utilizando eufemismos para nombrarla, la atención pública se contradice, pues gracias a los avances de la ciencia forense, al desencriptamiento del ADN y en concreto, al derrotero de la huella genética, posible desde 1983, revaloramos no la muerte sino las reliquias, mismas que podrían alterar el armorial entero de la realeza europea. Por ejemplo: el hijo de Luis XVI, contra los deseos de pretendientes e impostores, resultó ser, gracias a la ciencia, el enclenque niño muerto en la prisión del Temple, en 1795. En el misterio no había misterio.

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Mientras la muerte se tamiza tras la higiene moral y los médicos prolongan la vida de los moribundos hasta lo inconcebible, se impide a los niños acudir a los velorios, el terreno para los cementerios en las grandes urbes se acaba y a los difuntos nos los devuelven en cajas de plástico, agregando al dolor por la pérdida, la discusión logística de qué hacer con las cenizas. Entre la clase media se han vuelto de mal tono las expresiones ruidosas de dolor en los velorios. Se escudriña a los cadáveres pero a la muerte se le esquiva.

La disputa forense sobre los restos de los estudiantes asesinados, hasta que no haya prueba que lo desmienta, en Iguala en 2014, nos devuelve al viejo principio de la Medicina positivista decimonónica: sólo en la muerte está la explicación de la vida. La autopsia sustituida por el ADN.

Los restos de nuestros muertos son reliquias en un sentido inimaginable para los doctores de la Iglesia que llamaban a venerarlas. Consuelan mediante la certeza del funeral pero guardan, ahora, información propia para aclarar científicamente cómo fueron asesinados y hasta quién lo hizo, si es el caso. Pero siguen sirviendo, ayer como hoy, como arma de la fe o de la política.

Termino con otro poeta, Federico García Lorca, de cuyo fusilamiento, por los franquistas, apenas iniciada la Guerra Civil española, en 1936, se sabe hasta los detalles más nimios. Pero los restos no aparecen pese a haber sido revuelta la tierra en media España y la opinión de los descendientes —no sólo los del poeta sino de quienes compartieron su suerte— está dividida.

Unos creen que la tumba sin nombre y sin localización precisa, maldice por la eternidad a los sublevados, haciendo compartir a García Lorca, el destino anónimo de miles y miles. Quienes se oponen a seguir buscando temen fundar una capilla ardiente que devendrá parque temático y enfrentan el disgusto de quienes ansían honrar en privado a sus ancestros. Oponerse a que la búsqueda continué, dicen, es amnistiar a lo viejo que en la España de 1976 hubo de conservarse para fundar lo nuevo. Pero continuar excavando expresa un anhelo, muy humano, de restitución. Y ocurre que la democracia necesita tanto de la memoria como del olvido.