A mí tampoco me gustan los independientes. Aunque sean un derecho ganado a pulso por la ciudadanía y un merecido castigo al tripartito que nos gobierna desde 1997, encuentro en esa figura una nueva panacea. Amigos y colegas han demandado, con razón, una “cancha pareja” para que éstos compitan con los partidos en circunstancias de igualdad. Pero ya hay independientes ganadores capaces de concitar el entusiasmo de sus votantes y otros aventureros que serán, espero equivocarme, la repetición de una pesadilla. Los independientes son hoy lo que ayer era la “ciudadanización”, tácticas políticas para maquillar a la política y vender gato por liebre: despolitizando candidatos no se democratiza a una sociedad.

Casi todos los ciudadanos sin partido que orbitaron alrededor de la alternancia en 2000 acabaron militando y fueron precandidatos, candidatos o hasta funcionarios al servicio de los partidos. Es lógico que así haya sido pues las ideologías no toleran el vacío y donde se abre un nicho “independiente” o “ciudadano” aparece un hombre o mujer de buena voluntad, un converso o un oportunista, para ocuparlo de inmediato. De tanto glamour gozan los independientes actualmente que el PRD, tras su intento de superar su crisis reclutando a unos maoístas que quedaron fuera de la ley electoral, ha llamado a un “independiente” a desindependizarse para que, viniendo de fuera, los meta en cintura. El caso de los perredistas debe ser único en la historia política universal y me sirve para abogar por las burocracias partidarias, no sé si un mal, menor o mayor, al representado por los independientes. Estos aparatos, conservadores por naturaleza y moderadores por inercia, han equilibrado durante muchas décadas a los sistemas democráticos. Pueden ser aborrecidos o barnizados, pero no abolidos, a menos que se abandone, por corrupto, el sistema de partidos, como lo han hecho todos los dictadores. Franco y Pinochet abolieron hasta a los partidos que los habían encumbrado.

Una nación homologada con un movimiento omnipresente y todo terreno es el sueño dorado de los autoritarismos. Eso —los partidos dividen y los movimientos unen— ya lo tuvimos, aunque por fortuna imperfecto, con el antiguo PRI y con eso sueña López Obrador, a quien, por cierto, fue la burocracia del PRD la que lo embridó en 2006 y 2012. Aunque permanecieran impávidos como soldados norcoreanos mientras el eterno candidato alegaba fraude demostrando algoritmos diabólicos o mostrando guajolotes y chivos, los impopulares burócratas del PRD ansiosos por sobrevivir, idearon y firmaron el Pacto por México, motivo por el cual el “presidente legítimo” acabó de hartarse.

Una democracia representativa proviene de la soberanía popular que aunque por ley es una en la realidad se descompone en partes y partidos. Encontrarle la cuadratura a ese círculo puso de muy mal humor, en el siglo XIX, tanto a Alamán como al Nigromante. Pero es mala pedagogía política hacer creer a los ciudadanos que todo el mundo, por serlo, puede ser candidato. De poder, puede, se lo garantiza la ley si cumple con los requisitos. Pero la buena política democrática la hacen los casi siempre grisáceos hombres de aparato, los políticos profesionales y los burócratas partidarios, que deben renovarse antes que desaparecer, aun recurriendo a la máquina del tiempo como lo acaban de hacer los laboristas ingleses. Por lo pronto, para 2018, tal parece, tendremos frente a frente a dos “independientes”, uno vetusto y colmilludo, a quien financia el INE, otro reluciente y súbitamente iluminado, que dizque viene de afuera del sistema. López Obrador, El Bronco. Independientes: priístas despechados.

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