Sólo son un par los hechos por los cuales será recordada la lóbrega vida de Marcelino Perelló. Una, en 1968, cuando el gran escritor Juan García Ponce fue confundido con él y detenido por andar en silla de ruedas, como lo hacía el entonces dirigente estudiantil. Otra, en 2017, cuando el ex locutor declaró que las mujeres gustaban de ser violadas. El resto, poca cosa. Representante de la Facultad de Ciencias de la UNAM en el Consejo Nacional de Huelga, Perelló huyó, tras un episodio equívoco ocurrido el mismo 2 de octubre de 1968, para continuar sus estudios en Rumania. Seguramente allá disfrutó, entenado de la dictadura de Ceaucescu, de buena escuela en cuanto a exabruptos soeces hervidos en la inmundicia totalitaria.

Se han confundido algunas cosas en la atropellada discusión sobre los dichos de Perelló. Éstos no atañen a la libertad de expresión, misma que hasta donde yo sé no le ha sido conculcada: el energúmeno ha ratificado y ampliado sus declaraciones a lo largo de los días, hasta convertirse en una más de las pequeñas pesadillas amparadas por nuestra democracia. Además de ejercer su libertad de expresión, quizá incurrió en apología del delito. La violación está penada por nuestras leyes. La violación es el más espeluznante de los crímenes, pues no sólo hiere el cuerpo, susceptible a ser curado, sino destruye, irreparablemente, el alma. No lo digo yo, lo dijo Dostoievski.

La discusión de cómo debe castigarse la apología del delito, un narcocorrido, por ejemplo, y qué la distingue de la libertad de expresión, requiere de cabeza fría. Es materia de juristas, no de ciudadanos indignados, aunque el Código Penal Federal prevé una pena menor para quien haga apología del delito, siempre y cuando éste último no se lleve a cabo, en el supuesto de que tenga efecto la instigación del apologista.

Que Perelló haya sido sacado del aire por la UNAM, finalmente, es lo que tenía que hacer una institución pública obligada a defender valores universales consagrados por la Ilustración, centrados, precisamente, en la inviolabilidad del cuerpo humano. Perelló conserva su derecho al eructo en la cantina, la cuenta de Twitter o el congal de su preferencia. A las universidades, en cambio, les corresponde aventurarse en el difícil arte de preservar, al mismo tiempo, la libertad de palabra y el bien común. El caso se encamina hacia el tribunal universitario de la UNAM, pues colegas y alumnos del profesor Perelló lo consideran, con toda razón, persona non grata auto descalificada para ejercer la docencia.

Pero, pese a todo, el lamentable suceso ha sido beneficioso, pues prueba que la atrocidad de la misoginia no es patrimonio de la derecha. En todos lados se cuecen habas y no son excepción a la regla los estalinistas de prosapia. El problema viene de lejos, de las religiones monoteístas del desierto, las cuales —cristianas, judías e islámicas— hicieron materia de fe del desprecio del cuerpo, sobre todo el femenino, condenado a la ocultación. Milagrosamente, el arte cristiano, gracias a la mariolatría y al neopaganismo, escapó de la gazmoñería. Entre ésta y el crimen, como lo saben las víctimas de los talibanes o del ISIS, hay sólo un paso.

Los dichos de Perelló, como la oprobiosa sentencia del juez Anuar González Hemadi, quien amparó a uno de los victimarios de Daphne Fernández, provienen de un mismo ­—remoto y actualísimo­— fondo, la creencia de que la violación es provocada por las mujeres, deseosas de sufrir esa violencia. Un pontífice romano de memorable paso por el mundo sublunar y hoy canonizado por su Iglesia, dijo algo similar, no hace mucho. La misoginia es una de las herencias nefastas del monoteísmo y rutina enseñada por el catolicismo, en nuestro caso. Acotarla, que no desterrarla, ha sido uno de los logros de la modernidad. Victoria a medias, entredicha aquí y allá pues la ordalía de Daphne Fernández nos obliga a no desfallecer en ese empeño. Finalmente, dejemos de hablar de linchamiento, uso y costumbre bárbara, sufrida por presuntos ladrones o por los martirizados negros del sur de los Estados Unidos, donde se originó el neologismo, hacia 1882. Sobre Marcelino Perelló cayó, como dicen en la red, una bien merecida tormenta de mierda.

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