Joyce decía que la historia era una pesadilla. Paz corrigió al dublinés aclarando que de una pesadilla se despierta y de la historia, no. Los primeros días de la presidencia de Trump han sido odiosos y vendrá lo peor. Es pronto para saber si al romper las tradiciones no escritas de la democracia estadounidense, el propio sistema, habiendo asistido anonadado al empoderamiento del histérico magnate, lo vomitará. Más vale resignarse a que su mandato, simple o doble, llegará a su término. La Guerra de Secesión norteamericana, supongamos, no terminó en 1865 pues la elección de un presidente negro en 2008 provocó una reacción furiosa, con un presidente “confederado” decidido a destruir, cuanto antes, la obra de Obama.

La discusión sobre el significado de la victoria de Trump, como parte de una oleada internacional ultranacionalista, xenófoba, aislacionista y antiliberal, suele tener un solo origen argumental: las democracias liberales triunfadoras en 1989, tras la segunda guerra fría y el derrumbe del imperio soviético, fracasaron o, en el mejor de los casos, hicieron mal su trabajo. Así, para Putin y Maduro, pasando por May y recorriendo toda la gama de populistas suspirantes para culminar con Trump, la otra vez desahuciada democracia liberal está siendo sustituida, no por dictaduras totalitarias como en los años treinta del XX, sino por regímenes democráticos no liberales emanados de elecciones donde una exigua mayoría del 51 por ciento o a veces ni con eso, convierte a los vencedores en dueños absolutos de la voluntad popular. Más que la victoria de Trump me sorprendió la servidumbre del electorado estadounidense al no anteponerle, al menos, mediante el voto dividido, un parlamento adverso. Pero ésa es otra historia. Trump, como sus involuntarios inspiradores bananeros, gobernará como si lo respaldara una votación soviética. No en balde Steve Bannon, su principal asesor, se dice lector de Lenin. Quiere el Estado para destruirlo con una revolución.

Quienes creemos que la democracia, entendida como la “sociedad abierta” dibujada por Popper, es débil por naturaleza y que su muerte como civilización está en su raíz porque es el único régimen que le concede casi todas las libertades a sus enemigos, debemos combatir no sólo a Trump sino discutir con quienes nos culpan de haber cavado nuestra propia tumba. El espíritu liberal es, ciertamente, templado e ingenuo. Es una de sus grandezas, a mi entender.

El nuevo presidente gringo sería no la negación del llamado neoliberalismo, sino su consumación. Se repite, otra vez, el viejo dicterio de Lenin y Stalin: el imperialismo y el fascismo son las fases superiores de la democracia capitalista, que al encontrarla inútil, se deshacen de la corrupción de las élites y de sus partidos. Los liberales, así, tenemos nuestro merecido y Trump, tonto útil, agudizará la contradicciones hasta que el capitalismo se autodestruya, nos dicen. Descreo de esa explicación pues no veo su victoria proveniente de un cinturón desindustrializado por la globalización ni en ninguna variable económica. Auschwitz y el Gulag fueron desastres económicos colosales para los ingenieros de almas que los idearon.

El planeta nunca había sido, en efecto, tan desigual si se mide la distancia entre los que más tienen y los que menos tienen, pero nunca había habido en la historia, planetaria igualmente, una clase media tan enorme y tan habituada a la vida democrática. La principal de las mentiras de Trump es presentarle a su gente, contra toda evidencia, un país en ruinas ansioso de revancha. La explicación se acerca a la desacreditada filosofía moral: la mitad de los hombres odian la diferencia. No soportan que la democracia empodere a los negros o a las mujeres como los muy minoritarios pero exitosos y brillantes judíos alemanes resultaron intolerables para la plebe nazi. Tampoco quieren que el calumniado liberalismo “les perdone la vida” otra vez y acepte, en nombre de la ley, su derecho a odiar.

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