Christopher Domínguez Michael

El día más triste

Ojalá que, por abrir tantos frentes al mismo tiempo, Trump se hunda y su propio gabinete acabe por deshacerse de él poniéndolo en manos del Congreso

20/01/2017 |02:20
Redacción El Universal
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Hace ocho años, al asumir Barack Obama, el mundo estaba lleno de esperanzas. Y aunque la esperanza suele ser boba más vale traerla a cuento por aquello de que los desengañados solemos ser los vástagos de los ilusos. Un presidente negro en la Casa Blanca cumplía el sueño más ambicioso de la Ilustración, la cual, en su primera formulación política, la de los Estados Unidos, llevaba la firma de Thomas Jefferson, dueño de esclavos. Más de dos siglos después al fin parecía en trance de cerrarse esa herida fundacional de los Estados Unidos. Y del mundo entero: decía Jean–François Revel, para furor y temblor de la izquierda contemporánea, que casi toda la agenda civil de la igualdad y la equidad, desde el feminismo, pasando por la conciencia ecologista, hasta el matrimonio de los homosexuales, es fruto de la extraña democracia estadounidense, campeona de los derechos individuales (algunos odiosos como el derecho a portar armas) e indiferente (la mitad de ella) a lo que quienes venimos de la otra cultura europea llamamos “sociedad”. La que Margaret Thatcher, citando abusivamente a Hayek, consideraba inexistente.

La mitad blanca y pobre de los estadounidenses, conservadora y a la vez paradójicamente individualista, la despectivamente llamada White Trash (y con ella no pocos latinos despistados y mujeres autoflagelantes), votó contra sus propios intereses. Suele ocurrir. Será gobernada por fanáticos religiosos, halcones militaristas, aislacionistas nazificados y millonarios de altísimo postín, tras derrotar a Hillary Clinton, en votos electorales y no en boletas populares, pues dieciochesca, la república imperial no es del todo democrática, porque así lo han querido los perdedores de 2000 y 2016, en ese Partido Demócrata incapaz de postular, al menos, la reforma de esa obsolescencia. Los observadores ya calificaron nuestros días como la era de la hiperincertidumbre.

Soy de los que creen que el aspirante a tirano tratará de cumplir sus amenazas y caprichos a un costo altísimo. Ojalá que, por abrir tantos frentes al mismo tiempo, Trump se hunda y su propio gabinete acabe por deshacerse de él poniéndolo en manos del Congreso. Pero quizá sea otro wishful thinking, al estilo de los que creímos perdedor al millonario en las primarias republicanas, del todo imposibilitado para llegar al Salón Oval. Hace un mes sólo tres comisionarios republicanos desobedecieron a sus electores y votaron contra Trump mientras que, significativo y simbólico, fueron más, por una persona, quienes le dieron la espalda a la señora Clinton. Paradojas del “recomienzo de la historia”: sólo queda revertir el “peligro amarillo” confiando en que los milenarios chinos, de mecha corta, le pongan a partir de hoy un alto —al menos en lo económico— a la botarga con botón nuclear a la mano.

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Día feliz aquel 9 de noviembre de 1989 al caer el muro de Berlín; día triste hoy 20 de enero de 2017 cuando Donald Trump se convierte en presidente de los Estados Unidos. En la oscuridad al menos alcanzamos a escuchar las risas satisfechas de los enemigos triunfantes del orden liberal, altas potestades o mentes pequeñas: Putin y el ISIS, Maduro e Iglesias, Zizek y Marine Le Pen. Se va Obama en el más triste e insólito de los escenarios y para despedirlo, desde mi anodino teclado, rememoro dos imágenes suyas. Una, en su inauguración, el presidente electo hubo de escuchar un concierto dado por un conjunto de cámara situado exactamente a sus espaldas, lo cual lo obligó a torcer el cuello, muy incómodo y durante más de diez minutos, para establecer contacto visual con los músicos. Otra, en el Hospicio Cabañas de Guadalajara, en 2009, donde reunido con Felipe Calderón y el canadiense Harper, Obama, un abogado de Chicago no muy interesado en la historia latinoamericana, otra vez torcía el cuello. Esta vez hacia atrás, intrigado por el hombre de fuego cayendo desde la cúpula orozquiana. Un par de imágenes signadas por la empatía: el deseo de escuchar y el deseo de mirar.