Murió Fidel Castro, dictador de Cuba. Pero me dicen, a manera de disculpa, que su tiranía no se distinguió por sanguinaria. El eufemismo me recuerda a aquellos responsables de hacer nacer monstruosos a los niños con la talidomida, quienes consolaban a sus víctimas latinoamericanas, llamándolas afortunadas porque acá, Tercer Mundo al fin, se dispensaron dosis rebajadas. Se calcula que la Revolución Cubana, que perdió su coartada tiranicida en 1961, causó siete mil víctimas tan sólo en sus tres primeros años, no pocas de ellas en los fusilamientos festejados por el aventurero argentino Guevara, ansioso desde su suite en el Habana Hilton por incendiar Nueva York con el fuego atómico. Más temprano que tarde algo sabremos del número de víctimas del largo medio siglo castrista y no será escaso: basta con empezar la cuenta con las cifras de la diáspora.

Llora a Castro la masoquista izquierda mexicana, víctima una y otra vez del desprecio fidelista. A cambio de preservar a México del guevarismo, el PRI se ofreció a defender los intereses castristas frente a Estados Unidos. Todavía en 1988 vino Castro a validar a Salinas de Gortari, abofeteando al hijo de Lázaro Cárdenas, el general que había querido jugarse la vida por la Revolución Cubana en Bahía de Cochinos. Alérgicos a la democracia, amor del bueno se profesaron priístas y castristas desde que el siniestro capitán Gutiérrez Barrios le dio patente de corso al yate Granma, exactamente sesenta años antes de la muerte del dictador.

Castro fue dos personajes en uno —un dictador poststalinista y un caudillo hispanoamericano— e hizo de esa combinación una longeva virtud. Hijo del XX Congreso soviético y del Deshielo, Castro se adueña de Cuba cuando el comunismo eslavo abandonaba las purgas y el genocidio para hacer reinar un totalitarismo casi perfecto, dejándole las matanzas multitudinarias a la hermandad maoísta. Pol Pot, como Castro, aborrecía del culto a la personalidad. A diferencia de éste cubrió sus crímenes con el silencio del osario sin la locuacidad del autoabsuelto abogado caribeño.

El cubano se nutrió, también, de una de las enfermedades más persistentes de la modernidad, nacida a mediados del siglo XIX, el antiamericanismo. Hizo Castro de 1959, la gesta anticolonial que Cuba no tuvo en 1821 y cuando al fin se independizó en 1899, gracias a Estados Unidos, de ese cadáver insepulto que ya era el imperio español, los gringos se cobraron a lo chino y su grosera ignorancia, su inaudita prepotencia, los ha hecho perseverar en el infructuoso embargo y en otras miserias largas de contar. El nuevo tirano traicionó su promesa de elecciones libres e impuso, ante el júbilo mundial, el marxismo–leninismo. En Cuba todos los antimodernos del planeta, tantos de ellos antiguos amigos trasvestidos del fascismo, como el propio Castro lo fue de Franco, vieron a su David.

Nunca hubo mayor virtud en la Revolución Cubana. Todas las revoluciones del siglo pasado fueron modernizaciones violentas, redistribuidoras del ingreso y la igualación, en la pobreza, de los cubanos, los libró lo mismo de la miseria que de la prosperidad, gracias a la magnificencia, de los soviéticos, primero y del chavismo, después. Al sovietizar Cuba, el castrismo destruyó a una de las economías más prosperas, aunque menos diversificadas de América Latina, cuya clase media, notable por su nivel profesional, escapó hacia Miami, donde es una de las comunidades más dinámicas de su país de adopción.

Si Castro hubiese muerto con Obama en su apogeo y con una Clinton vencedora, a su tiranía se la hubiera llevado no el huracán, sino la brisa. Pero la inesperada victoria del abominable Trump atizará la hoguera humeante del antiamericanismo, dándole una vida extraordinaria después de la muerte, a Fidel Castro, dictador de Cuba. Los liberales volveremos a despertarnos con extraños compañeros de cama.

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