Christopher Domínguez Michael

Yo también hablo de Rafael Tovar

Lo asombroso es el resquemor que sigue causando elogiar a un funcionario eficaz, aun muerto, como si en el país de los cleptócratas ofendiese a la muchedumbre (políticos incluidos) el buen hacer

23/12/2016 |02:11
Redacción El Universal
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El crítico y bibliómano José Luis Martínez, él mismo intachable y vigoroso funcionario cultural, se quejaba que al poeta Jaime Torres Bodet, suicida en 1974, se le reprochase haber sido un buen funcionario como un crimen de lesa majestad. A diferencia de su tumultuoso maestro Vasconcelos, Torres Bodet creó instituciones como secretario de Educación Pública y usos y costumbres como secretario de Relaciones Exteriores. Fue, aunque los mexicanos se solacen en ignorarlo, un admiradísimo, hasta la fecha, director general de la UNESCO.

Rafael fue de lo mejor del Antiguo Régimen, ese que ha sido incapaz de restaurarse con decoro durante el gobierno de Peña Nieto. Les dio fortaleza transexenal al Conaculta y al Fonca, habiendo alcanzado a cumplir con su sueño de fundar una Secretaría de Cultura (SC). Quien reciba la encomienda de llevarla hasta el fin del sexenio habrá de cuidar de los dos males institucionales más canallas: la ostentación inútil y su sostén paralítico y paralizante, el burocratismo. Me compete como escritor: si cuando se publiquen estas líneas no ha sido nombrado el nuevo secretario de la SC, el presidente no debería mirar muy lejos: Saúl Juárez, funcionario eficiente, leal y discreto o José Luis Martínez Hernández, hombre de mundo como sólo puede serlo un hombre de cultura. Son quienes compartieron la ingeniería de la SC y quienes deberían culminar la obra.

Lo asombroso, según leo en las malditas redes, es el resquemor que sigue causando elogiar a un funcionario eficaz, aun muerto, como si en el país de los cleptócratas ofendiese a la muchedumbre (políticos incluidos) la probidad y el buen hacer.

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Priva un culto por los ladrones y los asesinos; la emulación se vive como una experiencia bochornosa. Yo creo en la dignidad de un Estado a la vez modesto en su tamaño e intachable en el ejercicio pleno de su autoridad. Si algo le dio Tovar y de Teresa al Estado mexicano, durante veinticinco años en el tránsito de dos siglos, fue dignidad. También lo hizo, por cierto, con un estilo distinto —otros aciertos y otros errores— Consuelo Sáizar. Gracias a mujeres y hombres como ellos, tenemos, perfectible como toda materia en democracia, una política de Estado en cultura. Es nuestro deber criticarla aquí sin olvidar que es la envidia de una América Latina paupérrima en políticas culturales públicas.

Yo ni siquiera, como Rafael y Jorge Volpi, llego al noble destino del músico fracasado. No toco ni las puertas y no sé leer partituras. Sin embargo, si tuviera que escoger entre mi biblioteca y mi discoteca, optaría sin vacilar por la segunda. Soy melómano y peor aun, como me dijo un amigo implacable, sé de discos, no de música. La primera vez que fui convocado por Tovar a una reunión privada en la calle de Arenal, a una hora crudelísima por tempranera, se debió a que él, como yo meses atrás, había sido víctima de un pseudónimo libelo que circulaba en tertulias, oficinas públicas y redacciones. Muy poca atención recibió el perpetrado en su contra pues para infortunio del calumniador, la aparición de su engendro coincidió con los primeros días de enero de 1994, los del neozapatismo.

Comparamos uno y otro libelo. No se necesitaba ser ni Gérard Genette ni el doctor Watson para saber que provenía de la misma y resentida pluma aun zigzagueante entre nuestro lumpenproletariado intelectual, como diría Nabokov. Pronto nos olvidamos de esa tontería, desagradable pero trivial y nos pusimos a oír al imberbe Evgeny Kissin, el entonces niño genio de la pianística rusa. La llegada de las secretarias interrumpió la tertulia. Con los años, Rafael se volvió mi asesor en equipos de sonido. Lo impacientaba mi interés, sin duda plebeyo, por los cables Monster y sus sugerencias olvidaban casi siempre nuestra insalvable diferencia en fortuna. Sólo una vez me regaló un disco, el Quinteto para Piano op.5 de Martucci, pieza que lo dibuja: limpia, empeñosa, impecable en la formal y acaso demasiado sutil en la emoción. La discreción del hacedor. Algo caprichoso ese Martucci, también, como es común en la obra de los hombres prósperos. Gracias, Rafael.