Christopher Domínguez Michael

¡Colón al paredón!

La memoria histórica como judicialización de la historia es una materia endiablada

14/10/2016 |01:19
Redacción El Universal
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Mientras Europa está rodeada de refugiados a los cuales le será cada vez más penoso escapar de las guerras en Siria y Libia, cuando todavía está al alcance de Donald Trump la Presidencia de Estados Unidos, con la Gran Bretaña fuera de la Unión Europea, paralizado el proceso de paz en Colombia y estando la propia España sin gobierno desde casi un año, para citar sólo algunos datos de hoy, el lío catalán ha quedado reducido a sus justas proporciones regionales. Querella provinciana protagonizada por un grupo de nacionalistas fanáticos, quienes apenas representan a la mitad de los catalanes y han intentado, fallidamente y en varias ocasiones, una suerte de golpe de Estado para “desconectar” a Cataluña del Estado–nación al que pertenece desde hace siglos, digan lo que digan los fabuladores de la “memoria histórica”.

Si por ésta se entiende brindarle consuelo a las víctimas (o a sus herederos) del terrorismo (del Estado pero también el de los extremistas particulares sea cual sea su “bella” bandera) y de los conflictos armados, bien está. Si se trata de recuperar osamentas para darles sepultura y de perseguir judicialmente a quien todavía se pueda castigar por delitos imprescriptibles de lesa humanidad, casi nadie estará en contra de esa memoria histórica. La Guerra Civil española, por ejemplo, es una herida que ya debería estar cerrada, pero no lo está. Y en Chile, más allá de lo que se piense de la temeraria aventura de Allende, Pinochet, asesino serial, murió en la impunidad y la democracia chilena, interrumpida por aquel coletazo de la Guerra Fría ajeno a la idiosincrasia de aquel país, está obligada a repudiarlo. Preguntar cuánto debe dudar esta veda le tocará responderlo a las generaciones venideras.

La memoria histórica como judicialización de la historia es una materia endiablada. Hace días la CUP, la organización anticapitalista en cuyas manos está la gobernanza catalana, pidió retirar la estatua de Cristóbal Colón en Barcelona, por haber sido el navegante genovés, la cabeza de playa del “genocidio” colonialista cometido en este lado del Atlántico. Son muchos cargos, la verdad, para el autor de una hazaña náutica que lo llevó, buscando Catay y Cipango en el Extremo Oriente, a descubrir lo que después sería nombrado con el nombre propio del cosmógrafo Vespucio, descubrimiento del que don Cristóbal quizá ni se enteró pero provocó, en el quinto centenario de 1992, las primeras voces de ¡Colón al paredón!

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La guerra, sistematización progresiva de la violencia, es obra de la civilización. Sólo hasta un poco más de medio siglo, tras los crímenes nazis, empezó a gozar de relativa mala prensa y en nuestro siglo, por fortuna, la filosofía moral brota de los derechos humanos. No hay historia nacional donde los héroes guerreros no hayan matado y violado o cometido otros crímenes abominables. Borrarlos a todos del callejero planetario y desaparecer todas sus estatuas, siempre erigidas, estatuas al fin, en mal momento, nos llevaría a la amnesia total.

Habría que vaciar, aquí, la sala azteca del Museo de Antropología en Chapultepec, pues aquellos forasteros del norte, abrieron en el valle del Anáhuac una industria estatal del sacrificio humano. Hace pocos años se pidió en Londres que cesasen los homenajes a Arthur Koestler, notorio depredador sexual. Alguien dijo, con flemático sentido común, que de ser borrado el escritor de origen húngaro habría que deshacerse también de toda memoria de Lord Nelson, violador rapaz y consuetudinario. El ejército soviético, antes de hacer ondear su bandera en el Reichstag, violó a miles y miles de alemanas. Nuestro cura Hidalgo confesó haber masacrado gachupines en Guanajuato sabiéndolos inocentes. Mil ejemplos podrían ponerse de los grotescos efectos de la judicialización de la historia. Si los grandes historiadores asumen que hacer historia no es impartir justicia ni regañar a nuestros ancestros, ni al Estado, tentado por el absoluto, ni al ciudadano, relativista por naturaleza, le toca borrar lo que del pasado sea horrible.