Christopher Domínguez Michael

Paradoja en La Conchita

10/06/2016 |01:05
Redacción El Universal
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Desde 1982 cuando representé en una casilla a Arnoldo Martínez Verdugo como candidato a la Presidencia de la República, no había yo vuelto a esos menesteres, fuese por voluntad propia o por insaculación. El pasado domingo 5 de junio ejercí mi nombramiento como presidente de la casilla más cercana a mi estudio, en la Plaza de La Conchita, en Coyoacán, donde llegaron algunos colegas de la prensa, pues en ella votó Lorenzo Córdova, presidente del INE, cuyo padre, el historiador Arnaldo Córdova, fue electo diputado federal precisamente en aquella elección de 1982.

El caso es que una vez desaparecido el presidente del INE, presuroso de atender sus graves menesteres, la calma chicha se adueñó de las casillas básica y contigua albergadas en la Casa del Teatro. La participación no parecía tan escasa por tratarse de una zona muy politizada, donde, como lo expresó el conteo de mi casilla, los jóvenes acaso votaron por Morena y los mayores por el PAN: 50 contra 30 votos. A veces se alían padres e hijos en La Conchita y son un dolor de cabeza para las autoridades delegacionales pues “la izquierda y la derecha unidas, jamás serán vencidas”, como lo escribió Nicanor Parra.

Llegaron a votar con nosotros hasta tres personas centenarias, acaso aquilatando que durante buena parte de su vida el voto no valía nada y no pocos jóvenes preguntaron por una supuesta boleta animalista que el INE debería proporcionarles y la jornada, en ese barrio de abolengo, a la vuelta de la legendaria primera calle de la Ciudad de México, la que habría unido las casas de Cortés y La Malinche, fue un domingo en el campo.

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Dentro de la casilla imperó la cordialidad. Sólo Morena y el PRI acreditaron representantes; él, un muchacho encantador; ella, una madre de familia trabajadora y empeñosa. Hicieron un buen dúo contrachecando la lista nominal, el vecino secretario de la casilla parecía doctor en Derecho Electoral y el resto tratamos de estar a la altura. Me volvió a sorprender la sofisticación del material electoral mexicano —tan es así que hasta lo exportamos— y la entrega y el buen humor de los funcionarios del INE. Cuando los presidentes de las casillas llegamos al centro de acopio de las actas electorales de las que emana el PREP, tuvieron el gesto principesco de sacar una manta para protegernos de la lluvia. Imperaba entre los asistentes esa exaltación cívica que, como lo prueba este artículo, deviene en cursilería. Parecía imposible pensar que un solo ciudadano entre quienes estábamos allí presentes dudase de la eficacia y la buena voluntad de las instituciones.

La participación fue tan baja y el conteo tan rápido que alcancé a regresar a casa para ver los goles del México–Uruguay y a soplarme al aplicado chamaco panista Anaya, al desencajado Manlio Fabio y a un Basave aún confiado a esas horas en que esta vez la culpa no sería de los tlaxcaltecas. Mi estado de ánimo mudó: su primera Constitución no les interesa a los chilangos y esas elecciones ex defeñas sólo sirvieron para que Morena fortaleciese el músculo frente a un PRD colapsado, a quien sólo sostienen su red clientelar y un puñado cada día más ínfimo de verdaderos socialdemócratas.

La paradoja de La Conchita es que el ganador de la elección local, López Obrador, será quien mande al diablo todos y cada uno de los mecanismos democráticos trabajosamente diseñados hace 20 años, aunque casi todas las reformas electorales posteriores a 2006 han sido para apaciguar sin éxito al jefe de Morena, quien desde entonces tiene secuestrada a la democracia mexicana, con la complicidad de su ex partido, del PRI y del PAN, temerosos de su furia y aterrados ante su popularidad. Un triunfo suyo en 2018 será un suicidio provocado por el hartazgo, no sólo en México, ante la democracia tal cual quedó establecida durante el siglo pasado. De triunfar López Obrador este domingo de 2016 en La Conchita será, al menos para mí, el pasado de una ilusión.