Christopher Domínguez Michael

La Doctrina Estrada contra México

Dados los antecedentes de nuestra política exterior, resulta asombrosa la pasividad de la Restauración priísta y de la izquierda nacional ante Donald Trump. Finalmente apareció del otro lado el demonio y acá nadie se persigna

04/03/2016 |02:04
Redacción El Universal
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En las épocas en que la izquierda mexicana tenía poca o ninguna influencia en la gobernanza del país una de las catarsis rutinarias de sus militantes era salir a las calles a solidarizarse con pueblos oprimidos. Estaba muy cerca la “bloqueada” Cuba junto a los salvadoreños acaudillados por los farabundistas y los nicas con su FSLN, así como las víctimas de los jenízaros sudamericanos. También nos afiebraba la vocación solidaria por pueblos ignotos como aquel representado por el Frente Polisario o el sufrimiento de los palestinos. Nos quedaba claro que el principal culpable de todas aquellas desgracias, incluida la naturaleza dictatorial de sus asediados gobiernos o de sus movimientos perseguidos, no era otro que el “imperia lismo norteamericano”.

Los gobiernos del PRI, más prudentes, enarbolaron, entre López Mateos y López Portillo, la causa del tercermundismo, que basado en la teoría de la dependencia, asumía nuestra pobreza y nuestro subdesarrollo como una falta de Estados Unidos y del resto de los países ricos contra la humanidad menesterosa. “Farol de la calle, oscuridad de la casa”, se decía de la política exterior del PRI (persistente aunque irrelevante defensor de Vietnam del Norte fue el gobierno de Díaz Ordaz, asunto ignorado por el autor de una reciente crónica memoriosa de los horrores cometidos por el poblano), expresión que iba junto a otra que lamentaba la inexistencia, en México, de una embajada de México, abierta para que los mexicanos maltratados, reprimidos, vigilados y castigados, pudieran asilarse.

Aunque la efectividad del rancio nacionalismo revolucionario era suficiente para aplacar a la izquierda nativa, los gobiernos del PRI fueron, en lo esencial, aliados confiables de Estados Unidos. Los soviéticos, por ejemplo, enseñaban en sus cátedras (a mí me tocó escucharlos) que a México lo gobernaba un movimiento de liberación nacional muy cauto debido a su frontera con el imperio.

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Dados estos antecedentes, resulta asombrosa la pasividad de la Restauración priísta y de la izquierda nacional ante Donald Trump. Finalmente apareció del otro lado el demonio y acá nadie se persigna.

Fascista, xenófobo y virulentamente antimexicano, por las peores razones del mundo, quien muy probablemente sea el candidato republicano a la presidencia de su país, se pasea insultándonos soezmente. Han tenido que ser los dos ex presidentes panistas (cuyo partido, que en la añeja ortodoxia de la Revolución Mexicana, tanto priísta como izquierdista, encarnaba, taimado, a la gran burguesía, al alto clero y a la embajada gringa) e intelectuales y periodistas, liberales o socialdemócratas, pero ajenos a la izquierda militante, quienes están tratando de agitar nuestras conciencias, como se decía antaño.

Han pasado semanas desde que Jorge Castañeda propuso en Milenio producir una campaña de spots en la TV de allá mostrando, contra Trump, a los mexicanos exitosos en Estados Unidos, desde el beisbolista Fernando Valenzuela hasta el Premio Nobel de química Mario Molina, pasando por los laureados cineastas y, desde luego, por nuestros millones de documentados e indocumentados, que según sus propios empleadores, son los trabajadores más leales y la franja étnica con menor incidencia delictiva.

Algunos entre nuestros millonarios, los antes llamados “empresarios nacionalistas”, podrían financiar esos anuncios de carácter urgente. En el país del cabildeo, Estados Unidos, el gobierno de México no cabildea por la reforma migratoria (y si lo hace nadie se entera dada la ineficacia de los cabilderos) para nuestros conciudadanos y apenas si musita su disgusto por una agresión cuyo carácter no oficial y electoral, no le quita aún, su altísima peligrosidad.

Don Genaro, secretario de Relaciones Exteriores de Ortiz Rubio, propuso en 1930 la doctrina que lleva su apellido para proteger a los países débiles del intervencionismo insaciable de las potencias. Pero en el XXI, el siglo de los derechos humanos universales, nuestro gobierno ejerce esa vetusta doctrina —cuyos antecedentes están en el Tratado de Versalles de 1919, aplaudido entonces lo mismo por Lenin que por Wilson, al pregonar la autodeterminación de los pueblos y el principio de no intervención— contra nosotros mismos.