Terminó, para usar los términos de ese olvidado jacobino que fue Martín Luis Guzmán, nuestra “semana de idolatría”. Vino el Papa negro (por jesuita, según pregonaba Nostradamus) y se fue. No hizo ni dijo nada imprevisto. Divulgó la ya antigua doctrina social de la Iglesia actualizada con el énfasis antineoliberal, regañó a los poderosos cuya alfombra roja evitó pisar y brindó consuelo a los más desamparados entre sus feligreses. Las violaciones a la laicidad del Estado que cometieron los gobernantes para agasajarlo deberían ser castigadas, pero en el fondo son irrelevantes: cosa curiosa, entre 1979, cuando vino Juan Pablo II por primera vez, y nuestros días, la sociedad mexicana se ha secularizado a pasos agigantados, según lo muestran todas las encuestas. Los mexicanos, pueblo cohetero, agasajamos al recién llegado, amigo o enemigo, lo cubrimos de flores, y después a barrer y a trabajar.

A quienes no somos católicos nos alegra, desde luego, que Francisco haya tenido a lo largo de su breve y sorprendente pontificado palabras de tolerancia hacia los homosexuales o las mujeres que abortan: no son nuevas para quien ejerce el sentido común pero a nuestros amigos aun leales a la Iglesia romana les brindan un poco de esperanza. Allá ellos. Ha habido, los hay, católicos tolerantes hasta lo extraordinario, pero hablar en rigor de un liberalismo católico es muy problemático.

El Papa, sea mediático como Wojtila, elitista como Ratzinger o populista como Bergoglio, es un autócrata quien desde 1870 se autoproclamó infalible por gracia de Dios al frente de un pequeño Estado que se ha incrustado con habilidad en un mundo hoy dirigido por las democracias liberales. Jesuita de formación y franciscano por adopción, es decir lobo con piel de cordero, no todo en Francisco ha sido “buena onda” como nos quieren hacer creer sus renacidos entusiastas. Basta recordar su majadera justificación del ajusticiamiento de los caricaturistas de Charlie Hebdo o la tenacidad con que defiende la opacidad de las finanzas vaticanas contra un periodista aguerrido y solitario.

En México, quizá porque la abundancia de sotanas encubridoras de pederastas es abrumadora, Francisco se negó a recibir a las víctimas de esos abusos reiterados y criminales, como lo ha hecho en otras partes, aunque dicen los vaticanólogos que en Roma los llamarán a capítulo, empezando por lo más alto de la jerarquía. Ya veremos. Tampoco se decidió a recibir a los familiares de los estudiantes de Ayotzinapa, lo cual es explicable: argentino, sabe mejor que nadie que el dolor causado por la desaparición forzosa que priva a padres, hijos y hermanos de la mínima reparación del rito funerario es incurable. Pero también es un político peronista, ya se ha dicho, conocedor de la facilidad con que las víctimas de los desaparecidos y represaliados son manipulados por sectarios ultraizquierdistas. Basta recordar a doña Hebe de Bonafini, una de las fundadoras de la organización de madres y abuelas de la Plaza de Mayo, festejando los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001.

Los años de la Revolución Mexicana en el poder, durante el siglo pasado, sometieron a la Iglesia católica primero al martirio y luego a la simulación. Hoy tenemos abates de corte que han cambiado la peluca y la polvera por Just for men y los palos de golf; en el otro extremo, a los curas radicales para quienes cuanto proviene del Estado es intrínsecamente perverso: todo se vale ante su “violencia estructural”. Escasean, en cambio, los intelectuales católicos, quienes no fueron convocados a dialogar con Francisco. Los hubiera escuchado con provecho pues algunos de ellos están entre las mentes más brillantes del país. Para quienes somos agnósticos es el católico en agonía, diciéndolo con Unamuno, quien nos interroga. El Papa debió entrevistarse con el poeta Javier Sicilia, padre de una víctima de las guerras narcas y católico que echó las sandalias al polvo desde 2011, pidiéndonos misericordia activa a todos los mexicanos. Sin ese encuentro, la visita de Francisco, a mí, me sabe a muy poca cosa.

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