Nunca antes en nuestra historia contemporánea había reinado, tan prepotente, el “sospechosismo”, neologismo que, como ya lo ha probado el académico Adolfo Castañón, no lo inventó ningún secretario de Fox, sino puede atribuirse a Daniel Cosío Villegas, quien en la página 270 de sus Memorias (1976), refutó a quienes sospechaban de que él formaba legión con los numerosos intelectuales a quienes Echeverría les pagaba sus viajes. Toda versión pública hoy es puesta en duda, con sobradas y comprensibles razones, por la incapacidad del Estado mexicano para procurar justicia pronta y eficaz. El sospechosismo, como es natural, es una actividad magnificada hasta la locura por las redes sociales —que reproducen infinitamente no pocas tonterías antes reducidas a las mesas de los bares, según opina Umberto Eco— de la cual saca provecho, sobre todo, la oposición radical al gobierno de Peña Nieto.

Sin duda, el ex procurador Murillo Karam se extralimitó al darle alcance de “verdad histórica” a la conclusión provisional de sus investigaciones sobre la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa, pues en las democracias basta y sobra con aquello que es la verdad jurídica convincente, acatada por la sociedad. Aquella de la que carecemos. Con esa declaración desafortunada, le echó más leña aún al sospechosismo de los radicales, quienes —como ya lo han señalado otros analistas— sólo creen en su verdad ideológica, aquella que convertiría al Ejército o a la Policía Federal en autores encubiertos o en cómplices delincuenciales del holocausto de Iguala. Tendrían que declarar los soldados, como lo piden los padres de las víctimas y si hubo inacción del Ejército, sería una buena oportunidad para sacar del limbo legislativo la grave laguna legal que impide saber cuándo debe o no actuar el Ejército en asuntos de índole policíaca o donde empieza el dominio de la seguridad nacional. Tendrían que declarar, también, los directores de la Normal de Ayotzinapa para saber cómo y por qué enviaron a esos muchachos al matadero. Mientras unos y otros no declaren, imperará con creciente magnitud el sospechosismo, acaso la gran religión mexicana, pues basado en la teoría de la conspiración, no se compone de hechos, sino de ideas y sentimientos, como lo prueba la incredulidad ante el giro hacia el narcomenudeo comprobado en el caso del multihomicidio de la Colonia Narvarte. Es drogas, no represión política, el problema. Pero ése es el saldo de décadas de ilegalidad institucional distribuida a lo largo del país.

Y si el “sospechosismo” no está en el gran Diccionario del español de México, de El Colegio de México, sí lo está el veterano “malinchismo”, “tendencia de algunos mexicanos a preferir lo extranjero”, costumbre concebida desde que la infausta y brillantísima Malintzin (“secretaria trilingüe”, la llamó Luis González) fue regalada por su tribu a un conquistador extranjero. Malinchista ha sido la reacción de la izquierda radical ante las conclusiones del grupo de expertos internacionales, escéptico ante la posibilidad del calcinamiento en el basurero de Cocula, contra la opinión de numerosos especialistas mexicanos cuyo trabajo de campo en ese cadalso ha sido desmentido por quienes se arropan en la verdad ideológica. No en balde la tragedia de Iguala inicia con un coro llamando a los muchachos a dirigirse, utilizando tolerados métodos de dudosa legalidad, a conmemorar el 2 de octubre en Tlatelolco, la fecha en que el Estado (aunque no precisamente el Ejército, sino un grupo paramilitar) masacró a los estudiantes en 1968. El nuestro es otro México. Quizá peor, dirán algunos, pero es otro México. Para instruirse en ese dilema convendría releer las Memorias, de Cosío Villegas, por cierto.

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