Mientras en México no parecía pasar gran cosa, nuestros dictadores constitucionales le ofrecían al universo una carta de los deberes y los derechos económicos de los Estados o se entusiasmaban con los muchachos sandinistas. En aquellos tiempos del farol tercermundista, se le abrían la puerta a los martirizados por los genízaros sudamericanos mientras se practicaba, en casa, la oscura represión selectiva. La locuacidad distinguía a los presidentes mexicanos.

Eso se acabó por buenas y malas razones. Se abrió la economía hacia América del Norte y se abandonó discretamente el tercermundismo, aunque y ello los honra, nuestros diplomáticos hicieron lo suyo para impedir que la segunda guerra fría, la de los años ochenta, prosperara como guerra caliente en América central. Obsoletos los mitos que sostenían el Muro de Berlín y derrotado el PRI, vino el silencio. Sólo durante los últimos años de Zedillo y los primeros de Fox, la nueva democracia mexicana tuvo la suficiente autoestima como para defender los derechos humanos, por ejemplo, en Cuba. Pero las malas razones acabaron por imponerse: la democracia dura las 24 horas de cada día durante todo el año y atenderla no deja mucho tiempo para andar aconsejando al resto de las naciones. Nuestra transición, además, pasó del terciopelo al estercolero, gracias a la inmensa mentira de López Obrador. El resto del trabajo lo hizo la guerra narca: México volvió a hacer, como lo era para Valle–Inclán, el país de la muerte. Aquí se asesina cada vez con mayor sofisticación e impunidad. Mas vale refugiarse en la antañona doctrina Estrada.

Pero el mundo sigue allí pese al poco espacio que los políticos y los periodistas del país le dedican hoy al mundo exterior. No me voy a ir hasta Grecia ni pondré en duda que mientras yo duermo el Presidente y sus secretarios dan la vuelta planetaria con las mejores intenciones mientras nuestras fronteras, al menos en el discurso, lucen abandonadas. Me quedo en ellas.

¿Benefició a los migrantes centroamericanos la virtual apertura de la frontera sur durante el sexenio pasado para hacerlos pasar la prueba del infierno mexicano donde cientos han dejado la vida, víctimas de nuestra inenarrable crueldad? ¿Será posible contener esa medieval y terrorífica cruzada de los niños? Nos basta con culpar a los gringos, como siempre, de recibir ese éxodo con muy mala cara. Y en cuánto a la improbable reforma migratoria, tal pareciera imperante el consenso priísta de que aquella es un asunto interno de Estados Unidos. A los paisanos radicados allá legalmente no les interesa votar por correo en México. Por algo será. Debe asumirse, en consecuencia, que el mexicano, al cruzar con éxito esa frontera, sea jornalero o estudiante de ciencias, se transforma en un ciudadano perdido para nuestra democracia.

Y vuelvo a la tercera frontera: Cuba. Muntaner disiente de la normalización obamiana de las relaciones con los hermanos Castro. Difiero del admirable disidente: darle al castrismo el trato de una dictadura como cualquier otra es aplicarle una dosis letal de humildad (humildad que, por cierto, tampoco le cae mal a ninguna disidencia). Hillary Clinton ha pedido en Miami suspender, dada su comprobada ineficacia, el embargo. ¿Habrá empresarios mexicanos sopesando ese escenario? Y dada mi creencia en algunas pocas de las bondades del México democrático, me pregunto si no deberíamos ofrecerle a los demócratas cubanos de hoy y de mañana, algo más digno que la bochornosa fidelidad a su senil tiranía.

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