Mientras leía Capitán Nemo. Una introducción a la política, de Hugo Hiriart, me pregunté si un libro de esa naturaleza, asumidamente didáctico y obra de uno de nuestros escritores más finos, sería de alguna utilidad para los políticos, pues uno más de los crueles desengaños dejados por el siglo XX fue comprobar que la lectura no necesariamente hace a los hombres más compasivos y menos crueles. Stalin y Mao acumularon bibliotecas inmensas y fueron lectores voraces. En alguna de las biografías del genocida chino yo mismo me conmoví al leer la escena del viejo Mao descubriendo que las cataratas ya no le permitían leer. El déspota se soltó a llorar. Y para irse más lejos: ¿cuántos miles y miles de víctimas acumulan desde el principio de los tiempos los lectores fanáticos de la Biblia o del Corán, libros al parecer firmados por el Altísimo?

Hemos tenido presidentes ignaros y presidentes letrados. Uno de éstos últimos fue hasta novelista y teórico del Estado (López Portillo, jurisconsulto soñador), quien retocaba sus informes presidenciales con alusiones a Vasconcelos y a Cassirer, mientras un Fox se hizo célebre por sus incultos dislates y un Zedillo se preocupó por la persona y la obra de Octavio Paz. Inesperadamente, Miguel de la Madrid, resultó ser un buen director del Fondo de Cultura Económica, respetuoso de la labor de quienes sabíamos de libros (me consta). Más allá de lo que pensemos del rendimiento de estos personajes, queda claro que la cultura, sobre todo la literaria, no los hizo ni mejores ni peores gobernantes. Por ello, las memorias de los políticos, además, suelen ser decepcionantes, o porque no las escriben ellos y son mamotretos crudos de información donde falta la experiencia humana (como las de Salinas de Gortari) o porque resultan intrascendentes. Saliendo de México, están las memorias de Gorbachov, un admirable libertador de naciones que se enteraba de todo lo que pasaba en su propia Unión Soviética gracias… a la prensa internacional o Reagan, cuyos Diarios son la obra de un político astuto sin ninguna veleidad intelectual a quien le convenía pasarse de listo actuando como el tonto del pueblo. Y recordé el escándalo de nuestros intelectuales ante el espectáculo dado por el candidato Peña Nieto en la Feria del Libro de Guadalajara. No todos los intelectuales leen, como lo ha demostrado Gabriel Zaid, aunque compren libros y hasta los escriban. A esa última especie pertenecen algunos de quienes se rasgaron las vestiduras en 2011.

Pero admitamos aun la vieja hipótesis humanista que leer hace mejores a los hombres, incluso aunque sea una superstición cuya única utilidad consista en permitirnos a los escritores vivir de la predicación de la literatura. Olvidándonos de los presidentes escritores o letradísimos (Azaña, Churchill, Gallegos, varios franceses, Havel), la tendencia mundial separa al político de la lectura creativa. Terminado el libro de Hiriart (Oceano, 2015), me puse a idear una pesadilla e imaginé al joven Ricardo Anaya, enfrascado, a no dudarlo, en En busca del tiempo perdido; a Manlio Fabio Beltrones volviéndose especialista en Mallarmé por aquello, tan priísta, de que la forma es fondo y a un Carlos Navarrete, que con Adiós a todo eso, de Graves, tendría lo suficiente. Leer, me temo, vuelve sofisticadas a las personas con ansiedad protagónica, lección que me dio hace años un director del penal de las Islas Marías. Se le propuso darle talleres literarios a los presos. Dijo, “no, gracias” y argumentó impecablemente: “Leer estimula la imaginación y no quiero reos imaginando su escapatoria”.

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